Poco después del 1300 comenzaron a decaer las instituciones e ideales característicos de la Edad Media. La caballería, el feudalismo, el sistema corporativo del comercio y la industria, el Sacro Imperio Romano, la soberanía universal del Papado y la escolástica, se debilitaron de modo paulatino. Poco a poco surgían modos de pensamiento e instituciones que imprimirían un sello distintivo a un nuevo período histórico, impropiamente denominado Renacimiento. Ello por cuanto, si bien en su sentido literal significa “nacido de nuevo”, en realidad la enseñanzas clásica de Grecia y Roma siempre estuvieron presentes durante la Edad Media. En las escuelas monásticas y catedralicias se estudió tan fervientemente a Virgilio, Séneca y al mismo Aristóteles como a un santoral. De este modo, el Renacimiento estaba estrechamente relacionado con el espíritu de la tardía edad medioeval. Los logros humanos reflejada por el gótico, el naturalismo de Fabliaux , Aucassin y Nicolett, la temporalidad de las órdenes de frailes y la pugna por el conocimiento y la comprensión dentro de las Universidades, dan la pauta de los ideales predominantes en el siglo XIV y los que siguieron hasta contrastar con los del medioevo. En rigor, el Renacimiento constituyó la culminación de un proceso iniciado en el siglo IX y que se singularizó por su reverencia a los autores de la antigüedad, llegando a alcanzar una condición propia.
De esta forma, el Renacimiento significó mucho más que un mero renuevo de sabiduría pagana. Si bien es cierto que sus pilares eran clásicos, teniendo la base de la experiencia del cristianismo medieval, pronto traspuso la medida de las influencias griega y romana. Así, casi todo lo hecho en pintura, ciencia, economía, política, educación y religión trascendió lo clásico. El Renacimiento incorporó ideales y actitudes que establecieron el mundo moderno. El optimismo, la mundanidad, el hedonismo, el naturalismo, el individualismo ven la hidalguía con menosprecio y la escolástica es juzgada como estúpida amalgama de lógica y dogmatismo religioso. Los banqueros y comerciantes ya no respetan las normas medievales relativas al comercio, ejercido en adelante con fines lucrativos. El sentido de bien común propio del medioevo cedía paso al fanático egoísmo que ratificaba cualquier forma de autoafirmación y elevaba el orgullo, que atrás dejaba la categoría de pecado mortal en la que se lo tenía, pasando a ser nueva virtud cardinal. Aún más, el ideal de una confederación universal bajo la autoridad soberana del Sacro Emperador Romano o de un pontífice cristiano carecía de sentido para los políticos del Renacimiento. Afirmaban que cada Estado, con abstracción de su importancia, debía verse absolutamente libre de ingerencias extrañas. Rechazaron asimismo las doctrinas medievales de la soberanía limitada y de los fundamentos éticos de la política. Afirmaron que la autoridad del gobernante no debía reconocer trabas ni, en su extremo, cánones de moralidad; disposiciones doctrinarias que ningún filósofo de la Edad Media hubiese tolerado.
En general, las causas del Renacimiento fueron las mismas que precipitaron el despertar intelectual y artístico de los siglos XII y XIII. El influjo de las civilizaciones bizantina y sarracena; el desarrollo de un próspero comercio; el crecimiento de las ciudades; el nuevo interés por los estudios clásicos en las escuelas monásticas y catedralicias; el favor dispensado a la actitud crítica y escéptica; más la paulatina evasión de la atmósfera ascética y ultraterrena. A estas tendencias se agregaron como elementos coadyudadores en el renacimiento medieval de los siglos señalados, el retorno a las consultas del código de derecho romano con el consiguiente impulso al laicismo; el robustecimiento del interés intelectual favorecido en el creciente número de Universidades; el aristotelismo de la filosofía escolástica, el predominio del naturalismo en arte y literatura; y el incremento del espíritu de indagación científica. Asimismo, en tanto debilitaron el feudalismo, disminuyeron el prestigio del Papado y ayudaron a las ciudades italianas a lograr el monopolio del Mediterráneo. Las Cruzadas también influyeron en el brote renacentista. Del mismo modo, también influyó la invención de la impresión con tipos móviles, aplicada por Johann Gutenberg en 1454, que en realidad sólo perfeccionaba una técnica ideada por otros.
El Renacimiento se inicia en Italia, país donde se encuentra una tradición clásica más acentuada que en cualquier otro país europeo y existía la conciencia medieval de que descendían de los romanos. De hecho persiste el espíritu romano en el cual las consideraciones éticas no tenían la importancia que les atribuían los europeos del norte. Las mismas Universidades italianas se fundaron más con vistas al estudio de la medicina y el derecho que al de la teología. Es más, con excepción de Roma, muy pocas tenías conexiones con el clero. Además, Italia recibió el pleno impacto de las influencias bizantina y sarracena, siendo sus ciudades las principales beneficiarias del comercio con el Levante (Venecia, Nápoles, Génova y Pisa).
En su rebeldía contra el colectivismo medieval, con su condena de la soberbia y su énfasis sobre la autoanulación, los hombres pasaron al extremo opuesto y entronizaron el yo. Toda forma de egoísmo se juzgó valedera, así como la búsqueda de poder y riqueza, de placer físico y artístico, más la supresión despiadada de rivales. Tamaños cambios sociales condujeron a la anarquía política, a la aparición de aventureros voraces y de los jefes llamados “Condottieri”, quienes vendían sus servicios mercenarios. Las grandes contiendas nacieron por los esfuerzos de las distintas ciudades por ganar rutas comerciales. En este contexto, las múltiples Ciudades – Repúblicas que se habían independizado durante el curso de la Edad Media del Sacro Emperador Romano, fueron cayendo en manos de usurpadores poderosos, quienes instauran regímenes despóticos. En estos tiempos, los Papas, apenas se distinguían del resto de los potentados italianos. De esta forma, las Ciudades – Estados comenzaron a expandirse.
Siendo menores las diferencias entre la literatura italiana del Renacimiento y la del crepúsculo medioeval, surgió Francesco Petrarca (1304 – 1374) con la poesía amatoria e hidalga de los trovadores del siglo XIII, la que lo constituye como fundador del humanismo y patriarca de la literatura italiana renacentista. Petrarca sostenía al cristianismo como religión salvadora y, teniendo pasión por los clásicos griegos y latinos, tal como Dante, utilizaba el dialecto toscano como base para una lengua literaria italiana. Así, como representante del “Trecento” emerge Giovanni Boccaccio (1313 – 1375) quien, inspirado por su ardiente pasión por una bella mujer, estimula la fantasía lírica de los jóvenes. Escribirá el “Decamerón” hacia 1348, aludiendo a conductas de jóvenes lascivos, egoístas y anticlericales. Devendrá así la literatura del “Quattrocento”, con extraordinario despliegue del interés por el latin clásico, desdeñándose el italiano de Dante como lengua ruda y propia de panaderos y carniceros. Sobreviene el “Cinqueccento” con el drama y la historia, más la poesía épica y pastoral. El drama y la historia es representada por Ludovico Ariosto (1474 – 1533), quien, en su poema “Orlando furioso”, si bien tomaba material procedente de las leyendas de Arturo, incorporaba fuentes clásicas y exhibía una absoluta desnudez de idealismo. Ariosto escribió para hacer reír a los hombres, para regocijarlos con felices descripciones acerca del tranquilo esplendor de la naturaleza o de las atracciones del amor. Su poema representaba la desilusión del crepúsculo renacentista, la pérdida de la esperanza y la fe y la tendencia a consolarse con goces puramente estéticos. De hecho, el romance pastoril de la época evocaba una vida sencilla y bucólica que expresa el anhelo de una edad de placeres no corrompidos y exenta de las molestias y frustraciones de la artificial vida urbana.
Asimismo, representando la pintura la suprema expresión artística del Renacimiento, se impuso asimismo la pintura naturalista de Ambrogio Giotto (1276 – 1336) y sugiere la idea de movimiento. Por su parte, Tommaso Masaccio (1401 – 1428) introdujo las simples emociones comunes a la humanidad de todos los tiempos y utilizó efectos con el juego de la luz y de la sombra. Fra Lippo Lippi comunicó un fuerte sentido mundano ya que para sus santos y madonas eligió a hombres y mujeres del pueblo. El mismo niño Jesús era representado como infante dispuesto a cualquier travesura. Sandro Boticelli (1447 – 1510) proyectó aún mas la línea psicológica, interesándose por las bellezas del alma, soñando con la conciliación de los principios gentílicos y cristianos. Aparece asimismo Leonardo da Vinci (1452 – 1519), sujeto dotado que ofició de pintor, escultor, músico, filósofo, hombre de ciencia, arquitecto y matemático brillante. En el alto Renacimiento surgirán nada menos que Raffaelo Santi (1483 – 1520) y Miguel Angel Buonarroti (1475 - 1564). A su vez, los historiadores del Renacimiento italiano desplegaron cierto espíritu crítico y objetivo que no había sido visto desde la desaparición del mundo antiguo. Niccolo Macchiavelli (1469 – 1527), quién además fuera el primer y más grande comediógrafo italiano, sería el primero en excluir toda interpretación teológica de la realidad, tratando de descubrir las leyes que gobiernan la vida de los pueblos. Sin embargo, más científico en su método analítico fue Francesco Guicciardini (1483 – 1540). Habiendo desempeñado cargos de embajador florentino y gobernador de los Estados Pontificios, se familiarizó con la tortuosa y cínica actividad política de su tiempo. Como historiador, sobresalió en su capacidad por descubrir los ocultos móviles de la conducta humana. A estos se agregó Lorenzo Valla (1406 – 1457), quien se constituyó en padre del criticismo histórico. Valiéndose de un prolijo estudio literario, impugnó la legalidad de numerosos documentos tenidos hasta entonces por auténticos. Probó la falsificación de la donación de Constantino, que pretendía certificar la cesión al Papado de todo poder espiritual y temporal del emperador en Occidente, y con ello pulverizó uno de los principales argumentos de la supremacía pontificia. Negó incluso que las doctrinas de los apóstoles hubiesen sido escritas jamás por ellos y especificó numerosas adulteraciones de la Vulgata del Nuevo Testamento comparada con los antiguos textos griegos. Sus críticas sirvieron a los humanistas del norte para lanzar violentos ataques contra las prácticas y doctrinas de la Iglesia organizada.
Con todo, Niccolo Macchiavelli se convirtió en el filósofo político del Renacimiento. Macchiavelli derribó las doctrinas políticas medieovales referidas al gobierno limitado y a las bases éticas de la política. En la naturaleza humana, Macchiavelli no ve más que “envidia, odio, miedo, orgullo, ansia desenfrenada de conquistar y de poseer, ignorancia vanidosa, indomable espíritu de venganza, inquietud unida a las ambiciones y deseos desmesurados, espíritu de suspicacia y de desafío, malicia instintiva y tendencia constante a desear el mal para otro”. Expuso sin embozo sus preferencias por el absolutismo, considerándolo como el sistema imprescindible para consolidar y vigorizar el Estado. Expuso su desdén por la idea de una ley moral que trabara la potestad del gobernante. Para Macchiavelli, el Estado era un fin en sí y, cualesquiera fueran las medidas que lo capacitaran para llevar a cabo su cometido, el príncipe no debía dejar de adoptarlas. Ninguna consideración de justicia, piedad o santidad de tratados debía obstaculizar sus procederes. Desde una perspectiva absolutamente cínica sobre la naturaleza humana, Macchiavelli sostiene que todos los hombres obedecen a sus meras apetencias personales de poderío y bienestar personal, razón por la que el jefe de Estado no debía confiar en la lealtad ni afecto de sus súbditos. Macchiavelli afirma que todos los individuos son bribones y necios y disimulan su vileza y estupidez, bajo un delgado barniz de ciencia y refinamiento. Entonces, como todos los hombres son sus rivales en potencia, al monarca le incumbe arrojarlos a unos contra otros para sacar provecho de ello. La doctrina política de Macchiavelli fue expuesta en sus obras “El Príncipe” y “Discursos sobre Tito Livio”, quedando plasmada la idea política del Renacimiento, que de suyo implicaba una ruptura esencial entre política y ética.
En el campo de la filosofía, tampoco existió en el Renacimiento una ruptura fundamental con el medioevo. Si bien los primeros filósofos renacentistas renegaron de la escolática, se remontaron a Platón, intentando conciliar platonismo con catolicismo para edificar una nueva fe. Otros se quedaron con Aristóteles, aunque no para que sirviera de baluarte del cristianismo, mientras otros tantos se plegaron al estoicismo, al epicureísmo o al escepticismo. A comienzo del siglo XVI, Pietro Pomponazzi denunciaría las doctrinas místicas del neoplatonismo y recomendó una interpretación del universo en términos de causa y efecto naturales. Rechazando la creencia en recompensas y castigos como base ética, sostuvo que la esencial recompensa es la virtud misma.
En el campo de la ciencia, los remotos humanistas italianos carecieron de mentalidad crítica y aceptaron la autoridad de los neoplatónicos, procediendo a realizar contribuciones a la ciencia singularizadas por su mediocridad y escasez. Sin embargo, en el siglo XV, Italia se destacó como el centro científico más destacado de la Europa renacentista, incidiendo trascendentemente en astronomía, matemáticas, física y medicina.
En la esfera de la astronomía, la obra por excelencia consistió en el resurgimiento y comprobación de la teoría heliocéntrica. En el año 340 antes de Cristo, Aristóteles revolucionó el pensamiento declarando que la tierra es redonda. Luego, habiendo imaginado Homero la tierra como una esfera, siguiendo la doctrina pitagórica Arquitas de Tarento vio en ella una esfera, y como esferas de fuego también a las estrellas. Como 10 es el número perfecto, debía haber diez cuerpos cósmicos: la tierra, la luna, el sol y cinco planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno); además, el cielo de las estrellas fijas imaginadas como unidad y, para completar el número 10, la “contratierra” concebida por Espeusipo. Según él, la “contratierra” no es vista porque en su movimiento en torno al “fuego central”, éste siempre es cubierto por la tierra. Las distancias de los cuerpos cósmicos respecto al “fuego central” corresponden a los intervalos de los tonos, de suerte que, por su movimiento, se produce la “armonía de las esferas”, que no oímos por estar el ser humano acostumbrados a ella desde la infancia. Heraclidas Póntico y Platón tomarían de los pitagóricos la idea del movimiento de la tierra en derredor de su propio eje. Luego, en el siglo III, Aristarco de Samos postularía el doble movimiento de la tierra: en derredor de su propio eje y en torno al sol. En el siglo siguiente, Seleuca de Seleucia fundaría científicamente esta doctrina.
La autoridad contraria a esta idea de Aristóteles y la teoría geocéntrica de Ptolomeo desalojaron la teoría heliocéntrica por las siguientes doce centurias como conclusión universal para explicar el mundo físico. Sin embargo, en el siglo XIV, el teólogo, filósofo, astrónomo, economista, psicólogo, musicólogo, obispo de Lisieux y consejero del rey Carlos V de Francia, Nicolás de Oresme (1323 – 1382), demostró que las razones expuestas por la física aristotélica contra el movimiento del planeta tierra no eran válidas e invocó la teoría de que la tierra se mueve, y no los cuerpos celestes. La tierra era demasiado vil para ser inmóvil. Oresme, que combatió fuertemente la astrología, descubrió la curvatura de la luz a través de la refracción atmosférica (después atribuido al científico inglés Robert Hook (1635 – 1703)) y sostuvo la posibilidad de haber otros mundos habitados en el espacio.
Luego, en el siglo XV, Nicolás de Cusa la desafió abiertamente al argumentar que la tierra no era el centro del universo. Poco después Leonardo da Vinci afirmó que la tierra gira alrededor de su eje. Luego, Nikolaus Koppernigk (Nicolás Copérnico, 1473 - 1543) reafirmó la tesis heliocéntrica, esto es, que los planetas giran alrededor del sol y que sus órbitas eran circunferencias perfectas.
La evidencia astronómica más trascendente de la teoría heliocéntrica la suministró definitivamente Galileo Galilei (1564 – 1642), quien sostendrá: “Siendo, además, muy probable y razonable que el Sol, como instrumento y ministro máximo de la naturaleza, casi corazón del mundo, dé, no sólo, como claramente hace, luz, sino también el movimiento a todos los planetas que giran a su entorno”. Junto con esta validación de la idea copernicana, Galileo mejoró asimismo el telescopio creado por Johannes Lippershey (1609, llamándolo “occhiale”), descubrió los satélites de Júpiter, los anillos de Saturno y las manchas del sol (anticipado en esto por el sacerdote jesuita Christophorus Scheiner, fundador de la heliofísica), advirtió la existencia de la gravedad universal (isocronismo en 1583 (tiempo de vaivén de un péndulo es siempre el mismo, independientemente de su amplitud), formuló la ley sobre la caída de los cuerpos en 1604) y determinó que la vía láctea era un conglomerado de cuerpos celestes independientes del sistema solar, logrando incluso dar una idea de las distancias enormes que separan a las estrellas fijas. Aliados de Galileo, serían Luigi Maraffi, general de la Orden de los Hermanos Predicadores y, sobre todo, el padre carmelita Paolo Foscarini, quien fue condenado por sostener que la tierra se mueve.
Así, el resurgimiento de la teoría heliocéntrica en el siglo XV sugería la existencia de un cosmos de extensión inconmensurable, con la tierra como uno de tantos de sus posibles mundos. En este momento, la meta del conocimiento se extiende, abriendo la puerta a las concepciones mecanicistas y escépticas, introduciendo además la noción de lo infinito en el tiempo y el espacio. La tierra y el hombre quedaban eliminados como centro del universo; el hombre ya no era sino una ínfima partícula de polvo dentro de la inmensa maquinaria cósmica.
Con todo, el Renacimiento italiano se expandería al norte europeo. Uno de los primeros países que recibió de lleno el impacto del humanismo italiano fue Alemania. Con el Renacimiento artístico germano surgen Albrecht Dürer (1471 – 1528) y Hans Holbein (1497 – 1543). Asimismo, la ciencia germana vería surgir a Johann Kepler (1571 – 1630) quien, admirando a Copérnico, prueba que los planetas se mueven en torno al sol en órbita elíptica y no circular, eliminando la astronomía ptolomeica. Aún más, Kepler postula que en rigor ni el sol ocupa el centro sino un foco de cada elipse. Kepler predice que llegará el día en que los hombres establecerán colonias en la luna. De hecho, Kepler era el autor de una obra inconsumada, “Somnium”, donde narra el viaje de un hombre a la luna.
Esto resultó fundamental pues, ya en el año 1500, el Renacimiento cristiano se identificó con el humanismo del norte. En el movimiento colaboraron escritores y filósofos como Sebastián Brant en Alemania, Desiderio Erasmus en los Países Bajos, John Colet y Thomas More en Inglaterra, más otras personalidades en Francia y España. Los postulados religiosos de estos hombres concordaban en interpretar el cristianismo en términos éticos, creyendo que la religión debe funcionar para el bien del individuo, no para beneficio de una Iglesia organizada. Simpatizaban poco con los sacramentos y el ceremonial y criticaban la veneración supersticiosa de reliquias y ventas de indulgencias. Reconocieron la necesidad de cierta organización eclesiástica, pero negaron la autoridad absoluta del Papa y rehusaron admitir que los sacerdotes fuesen los obligados intermediarios entre el hombre y Dios. Los humanistas cristianos desearon la primacía de la razón sobre la fe.
Nicolás de Cusa.
Fue el influyente cardenal y obispo de Bresanona, Nicolaus Krebs o Chrypffs (Nicolás de Kues o Cusa, ciudad de nacimiento, 1401- 1464), quien formalmente rechaza por primera vez la concepción cosmológica medieval, iniciando el proceso de afirmación de la infinitud del universo. Siendo antiaristotélico y antiescolástico, actuará como precursor de Giordano Bruno, Nicolás Copérnico, Johannes Kepler y René Descartes. En este sentido, los postulados de Nicolás de Cusa avanzan los fundamentos de la modernidad en general y la postmodernidad en particular.
Nicolás de Cusa parte de una idea por la que entiende que todo lo creado, incluido el hombre, son imagen de Dios. Todo es manifestación de un único modelo, pero no es una copia, sino un signo de ese Ser Supremo. A través de las cosas materiales el hombre puede acercarse al ser supremo, pero éste es inalcanzable, porque como la imagen no es perfecta el ser supremo es inalcanzable. Nicolás de Cusa sostiene que toda perfección viene del ejemplar que es razón de las cosas pero “la verdad de la imagen no puede ser vista tal como es en sí a través de la imagen porque la imagen nunca llega a ser el modelo”. Con todo, según Nicolás de Cusa, este es el modo como Dios reluce en las cosas. Como consecuencia, el absoluto es incomprensible, puesto que lo invisible no puede reducirse a lo visible, lo infinito no se encuentra en lo finito. Entiende Nicolás de Cusa que “en Dios se produce una contradicción” debido a que Dios es lo absoluto y, a la vez, es lo uno y múltiple. Explica así que el ser humano adquiere el conocimiento por comparación, por diferenciación, al separar una cosa de otra se sabe que es cada cosa. Por lo tanto, el hombre ha de acercarse a lo absoluto desde lo concreto que es visible, de este modo lo invisible se hace visible, por lo menos a través de sus señales. En definitiva, para Nicolás de Cusa, Dios es la síntesis de contrarios, de la unidad y de la multiplicidad a la vez. Por eso Dios no es captado en ningún objeto porque ningún objeto se limita, por eso Dios es lo no otro, lo cual expresa un doble significado: que Dios no se ha separado del mundo, sino que es aquello que constituye su propio ser, y que al anunciar el no otro, esta anunciando que la unidad no se encuentra determinada en nada concreto. “Dios es todo en el todo y no es sin embargo nada en el todo”.
De esta forma, superando las concepciones infinitistas de los atomistas griegos, Nicolás de Cusa niega la finitud del mundo y su clausura dentro de los muros de las esferas celestes. Aunque no llega afirmar su positiva infinitud, término que reserva para Dios, Nicolás de Cusa si sostiene que el universo no es infinito (infinitum), sino “interminado” (interminatum), lo cual significa no sólo que carece de fronteras y no está limitado por una capa externa, sino también que no está “terminado”, careciendo por tanto de precisión y de determinación estricta. Es decir, Nicolás de Cusa concluye que el universo es indeterminado, siendo sólo posible conocerlo de manera parcial y conjetural. El reconocimiento de la imposibilidad de establecer una representación unívoca y objetiva del universo será uno de los aspectos de la “docta ignorancia” invocada por Nicolás de Cusa como medio para trascender las limitaciones del pensamiento racional.
Así entonces, el universo de Nicolás de Cusa es una expresión o un desarrollo (explicatio), necesariamente imperfecto e inadecuado, de Dios. Es imperfecto e inadecuado porque despliega en el reino de la multiplicidad y separación lo que en Dios está presente en una unidad íntima e indisoluble (complicatio); una unidad que abarca cualidades o determinaciones del ser no sólo diferentes, sino incluso opuestas. A su vez, cada cosa singular del universo lo representa –al universo- y por ende, a su manera peculiar, también a Dios; cada cosa representa al universo de un modo distinto al de todas las demás, al “contraer” (contractio) la riqueza del universo de acuerdo con su propia individualidad única.
Las concepciones metafísicas y epistemológicas de Nicolás de Cusa, su idea de la coincidencia de los opuestos en el absoluto que las trasciende, así como el concepto correlativo de docta ignorancia como acto intelectual que capta esta relación que excede al pensamiento discursivo y racional, desarrollan el modelo de las paradojas matemáticas implicadas en la infinitización de ciertas relaciones válidas para objetos finitos.
En geometría, nada es más opuesto que la “rectitud” y la “curviliniaridad” pero, en el círculo infinitamente grande, la circunferencia coincide con la tangente y, en el infinitamente pequeño, con el diámetro. Además, en ambos casos, el centro pierde su posición única y determinada; coincide con la circunferencia; no está en ninguna parte o está en todas partes. Del mismo modo, “grande” y “pequeño” constituyen ellos mismos un par de conceptos opuestos que sólo resultan válidos y significativos en el dominio de la cantidad finita, en el ámbito del ser relativo, donde no hay objetos “grandes” o “pequeños”, sino tan sólo objetos “mayores” y “menores”, y donde, por tanto, no existe “el mayor” ni tampoco “el menor”. En comparación con el infinito no hay nada que sea mayor o menor que otra cosa. El máximo absoluto e infinito, así como el mínimo absoluto e infinito, no pertenecen a la serie de lo grande y pequeño. Están fuera de ella y, como audazmente concluye Nicolás de Cusa, coinciden.
Asimismo, no cabe duda en la cinemática de que no hay dos cosas más opuestas que el movimiento y el reposo. Un cuerpo en movimiento no está nunca en el mismo lugar, mientras que otro en reposo no está nunca fuera de él. Con todo, un cuerpo que se mueva con velocidad infinita a lo largo de una trayectoria circular estará siempre en el lugar de partida y, al mismo tiempo, estará siempre en otra parte. Buena prueba de que el movimiento es un concepto relativo que abarca las oposiciones de “rápido” y “lento”. Así, se sigue (del mismo modo que en la esfera de la cantidad puramente geométrica) no hay mínimo ni máximo de movimiento, no existe ni el más lento ni el más rápido, y que el máximo absoluto de velocidad (velocidad infinita) así como su mínimo absoluto (lentitud infinita o reposo) están ambos fuera y coinciden.
Para Nicolás de Cusa, siendo el universo infinitamente rico, infinitamente diversificado y orgánicamente interconexo, no hay centro de perfección respecto al cual el resto del universo desempeñe una función subsidiaria. Por el contrario, los diversos componentes del universo contribuyen a la perfección del todo, siendo ellos mismos y afirmando su propia naturaleza. A su manera, la tierra es tan perfecta como el sol o las estrellas fijas. Así, Nicolás de Cusa rechaza la existencia de una estructura jerárquica del universo, negando específicamente la posición central y baja de la tierra. Afirma de Cusa: “La forma de la tierra es noble y esférica, siendo su movimiento circular, aunque podría ser más perfecto. Y puesto que en el mundo no hay un máximo de perfecciones, movimientos y figuras, no es cierto que esta tierra sea el más vil y bajo (de los cuerpos del mundo)… La tierra es un astro noble que posee luz, calor y una influencia propia distinta de la de todos los demás astros; ciertamente cada (astro) difiere de todos los demás en luz, naturaleza e influencia y, así, cada astro comunica su luz e influencia a (todos) los demás…”.
En este contexto, entendiendo que el universo entero nunca se puede hallar la inmutabilidad, Nicolás de Cusa concibe de modo hermético a Dios: “Una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Para Nicolás de Cusa el centro del mundo coincide con la circunferencia, no siendo un “centrum” físico, sino metafísico, que no pertenece al mundo. El “lugar” que “contiene” este “centrum”, que es el mismo que la “circunferencia”, esto es, comienzo y fin, fundamento y límite, no es otra cosa que el ser absoluto o Dios. Nicolás de Cusa desarrollará así su tratado de la cuadratura del círculo.
En este contexto, Nicolás de Cusa desarrolla su doctrina de la “docta ignorancia”. Afirma que la ignorancia de una mente infinita frente a la finitud no es la indiferencia. Considera entonces Nicolás de Cusa que el reconocimiento de la ignorancia es una ignorancia instruida, docta. Considera además que el intelecto humano es atraído al conocimiento de lo incomprensible y es impulsado a sostener esa búsqueda. Aún más, aspira a la sabiduría, a Dios, reconociendo que el sabio es quien se percata que no puede alcanzar a Dios, la plenitud del conocer, pues Dios es inaprensible e inalcanzable. Por esto, la sabiduría no viene infundida de fuera sino que está dentro del mismo ser humano; el conocimiento surge de cada persona. La mente se adecua y crece, aun sabiendo que nunca alcanzará lo absoluto, pero va avanzando y acercándose al conocimiento. El conocimiento se fundamenta en lo sensible, en la asimilación, pero el verdadero conocimiento se desprende de la experiencia.
Para Nicolás de Cusa, la razón es la que debe determinar las cosas y su esencia. Se debe pues separar las características de las cosas para encontrar la cualidad o categoría esencial de las mismas. Aprecia entonces que lo que permite encontrar la cualidad o esencia de las cosas en el límite pequeño. Por tanto, hay que prescindir de la extensión de la experiencia para hallar la realidad, para captar el concepto puro, aunque no se capta de modo completo. El intelecto capta la cualidad, mientras que la experiencia capta la extensión. Por asimilación se captan los objetos y por comparación con nuestros modelos son conocidos. La Humanidad se conoce por lo más pequeño que en ella encontramos: el hombre.
Sostiene Nicolás de Cusa que cuando el intelecto humano, que es imagen de lo absoluto que esta en el mismo hombre, tiene como modelo por medio de la experiencia sensible: “Entonces mediante los actos de su vida intelectiva, encuentra en sí mismo descrito lo que busca. Tienes que entender esta descripción como un resplandor del ejemplar de todas las cosas, a la manera como la verdad resplandece en su imagen… Y la mente no se sacia todavía, porque no intuye la verdad precisa de todo, sino que intuye la verdad en una cierta necesidad determinada que posee cada cosa en cuanto que una es de un modo y otra de otro, y cada una está compuesta de sus partes. Y la mente ve que este modo de ver no es la verdad misma, sino una participación de la verdad de modo que una cosa es verdadera de un modo y otra de otro, alteridad que no puede nunca convenir a la verdad misma, considerada en su precisión absoluta e infinita. Por ello la mente, mirando su propia simplicidad, es decir, no sólo abstraída de la materia sino también incomunicable con la materia, o sea, en el modo de una forma no unible se sirve de esta simplicidad como instrumento para asimilarse a todas las cosas… La mente es imagen de Dios y en la mente se haya todo el conocimiento. La mente no se conforma con la asimilación. Se encuentra la plenitud del ser en cada una de sus formas y no se sacia con esto y busca la esencia de todo ello. Busca la simplificación absoluta, la unificación, el Ser en sí, lo Absoluto, inaprensible, el principio de lo Absoluto de las esencia. Es la tendencia a lo Absoluto inevitable para la razón humana, para ir más allá de la alteridad, y que nunca llega a alcanzarse, es inaprensible”. En sus diálogos, Nicolás de Cusa utilizará la figura del “idiota” o ignorante para contraponer su lúcido y natural discurrir a la presuntuosa y libresca ciencia encarnada en el “orador” o el “filósofo”.
Desiderius Erasmus.
Desiderius Erasmus (Erasmo de Rotterdam, 1466 - 1536), entendió que la sabiduría antigua nada tenía que ver con el exhibicionismo pedante. La consideraba porque daba cabida a los ideales del naturalismo, la tolerancia y la humanidad. Erasmus, como filósofo humanista, estaba convencido de la innata bondad del hombre y creyó que las miserias e injusticias desaparecen cuando la luz de la razón penetra la ignorancia, la superstición y el odio. De hecho, Desiderius Erasmus no sólo rechaza la guerra y a los déspotas sino que expresa su repulsión por el ceremonialismo, el dogmatismo y la superstición de la Iglesia de su tiempo, lejana a los valores fundamentales del cristianismo primigenio en el que él creía. A través de su obra “El elogio de la locura” de 1509 (Morias Enkóminion, encomio de la estulticia), con tono afable y de manera sarcástica, Desiderius Erasmus rescata el valor de la insensatez y la estupidez como fundamento vital para el desenvolvimiento humano en un marco social definido por la rigidez de pensamiento y la severidad de las costumbres.
Procede pues a criticar las instituciones sociales y políticas del momento en un contexto de primacía del dogmatismo en los teólogos y de credulidad en las masas. Dirá así: “¿Qué he de recordaros de los cortesanos? Nada hay más servil, más rastrero, más necio y más despreciable que muchos de ellos y se tienen por los primeros en todo… Son felices pudiendo llamar al rey “señor”, saludar debidamente, saber usar los tratamientos de “serenidad”, “Majestad”, o “Excelencia”… éstas son artes convenientes a los cortesanos y a los nobles. Pero… no son sino unos verdaderos reacios y vanos pretendientes de Penélope… Duermen hasta mediodía; casi acostados aún, oyen la misa que de prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo…”. Desiderius Erasmus advierte además sobre aquellos que “estiman como suprema perfección estar limpios de toda clase de conocimientos, tanto, que no saben ni leer. Cuando en la Iglesia cantan con voz asnal los salmos, con ritmo, pero sin sentido, creen de veras halagar placenteramente los oídos de Dios. Algunos de ellos explotan ventajosamente los harapos y la suciedad berreando por las puertas para que les den un trozo de pan, sin dejar posada, carruaje y barco que no recorran… Estos hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su rusticidad, pretenden desvergonzadamente representarnos a los Apóstoles…”. Previene asimismo respecto de aquellos que “lo que significa sacrificio se lo encomiendan a San Pedro y San Pablo… pero si algo hay que signifique esplendor y regalo, lo guardan para sí… Las únicas armas que les quedan hoy son esas dulces bendiciones de que habla san Pablo y que ellos prodigan benignamente… Los Santísimos Padres en Cristo, vicarios suyos en la tierra, a nadie apremian con más vigor que a quienes… osan aminorar y menoscabar el patrimonio de San Pedro… se reúnen bajo el nombre de Patrimonio de San Pedro tierras, ciudades, tributos y señoríos… Los pontífices, diligentísimos para amontonar dinero, delegan en los obispos los menesteres demasiado apostólicos; los obispos en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los vicarios, en los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de trasquilar la lana de las ovejas… ¡Como si hubiese peores enemigos de la Iglesia que esos pontífices impíos que con su silencio coadyuvan a abolir a Cristo, en tanto que alcahuetean con su ley, la adulteran con caprichosas interpretaciones y le crucifican con su conducta infame!... Su tonsura ni siquiera les recuerda que deben estar exentos de las ambiciones de este mundo y pensar sólo en las cosas del cielo… Estulto se ha vuelto el hombre a causa de su misma sabiduría”.
Aunque no estaba en el ánimo de Desiderius Erasmus atacar a la Iglesia en sí misma, su crítica contra el catolicismo institucional aceleró el ritmo de la revolución protestante de un modo no sospechado por él. Desiderius Erasmus anhelaba la propagación de una religión humanística de piedad sencilla y digna basada en lo que llamaba la “filosofía de Cristo”.
Giordano Bruno.
Es Filippo Bruno (Giordano Bruno, 1548 - 1600) en quien se cumple la ruptura definitiva entre la edad media y la moderna. Su pensamiento fermenta toda la modernidad y lo nuevo se proyectará a todos los terrenos. Si bien Giordano Bruno primero se ordena sacerdote dominico y llega a ser doctor en teología, y luego se convierte al protestantismo calvinista, pronto romperá con ambas creencias al considerar que coartaban la libertad intelectual. Bruno sostendrá entonces que la religión debe ser entendida como una instancia meramente civil destinada al gobierno de las masas incapaces de regirse por la razón. Por ello alegaba que los teólogos no debían entrometerse en la vida de los filósofos, del mismo modo como estos últimos debían respetar el trabajo de los teólogos en su tarea de gobierno de las masas populares.
Con todo, si Nicolás de Cusa se limita a enunciar la imposibilidad de asignar límites al mundo, Giordano Bruno afirma directamente su infinitud. Bruno sistematiza la idea del infinito y proclama que el número de cuerpos celestes es infinito, que hay soles innúmeros que llevan todos en torno a sí sus planetas. Por consiguiente, en esta infinitud no hay centro, no hay arriba ni abajo, tampoco un cuerpo cósmico preferido. Por ende, según Bruno, necesariamente se ha de suponer que también los restantes mundos están poblados. Giordano Bruno proclama: “El mundo es infinito y, por tanto, no hay en él ningún cuerpo al que le corresponda simpliciter estar en el centro o sobre el centro o en la periferia o entre ambos extremos”, que además no existen, sino que sólo le corresponde estar entre otros cuerpos. De esta forma, si el mundo tiene su causa y su origen en una causa infinita y en un principio infinito, necesariamente ha de ser infinitamente infinito, según su necesidad corpórea y su modo de ser. Sentencia Bruno: “Es cierto que… nunca será posible hallar una razón, siquiera sea semiprobable, por la que haya de haber un límite a este universo corpóreo y, en consecuencia, por la que las estrellas contenidas en su espacio hayan de ser finitas en número”.
Giordano Bruno establece sus principios de unidad e infinitud del mundo al precisar: “Hay un único espacio general, una única y vasta inmensidad que podemos libremente denominar Vacío: en él hay innumerables globos como éste en que vivimos y crecemos; declaramos que este espacio es infinito, puesto que ni la razón, ni la conveniencia, ni la percepción de los sentidos o la naturaleza le asignan un límite. En efecto, no hay razón ni defecto de las dotes de la naturaleza, de potencia activa o pasiva, que obstaculicen la existencia de otros mundos en un espacio que posee un carácter natural idéntico al de nuestro propio espacio que está lleno por todas partes de materia o, cuanto menos, de éter”.
De esta forma, según Bruno, “a un cuerpo de tamaño infinito no se le puede atribuir ni un centro ni una frontera. En efecto, quien hable de la carencia, el vacío o el éter infinito no le atribuye ni peso ni ligereza, ni movimiento, ni arriba ni abajo, ni regiones intermedias y supone, además, que en este espacio hay innumerables cuerpos como nuestra tierra y otras tierras, nuestro sol y otros soles, todos los cuales giran dentro de este espacio infinito a través de espacios finitos y determinados o en torno a sus propios centros. Así nosotros en nuestra tierra decimos que ella está en el centro y todos los filósofos de cualquier secta, sean antiguos o modernos, proclamarán sin perjuicio para sus propios principios que éste es sin duda el centro… La tierra no está en el centro más de lo que lo están los otros mundos; además, no hay puntos que sean los polos celestes fijos de nuestra tierra, así como tampoco ella constituye un polo definido y determinado para cualquier otro punto del éter o del espacio del mundo”. En definitiva, para Bruno, Dios no podría explicarse y autoexplicarse sino en un mundo infinito, infinitamente rico e infinitamente extenso.
Con entusiasmo postula Bruno la idea del uno en el sentido de Plotino, procediendo a proclamar que es la razón cósmica la que crea e ilumina todo. Es la razón cósmica la que opera como el alma del mundo, como aquello que penetra todas las cosas y las mantiene unidas. Puesto que todo está animado y relacionado, la razón cósmica es lo que forma el embrión en el seno materno, es lo que configura el germen en la tierra, es lo que conduce las estrellas, es lo que hace que el hierro tienda hacia el imán, es lo que mueve todo crecer y florecer, todo pensar y hacer.
Bruno entiende así que lo sumo o más alto configurado por la razón cósmica es la materia, en circunstancia que para Aristóteles era lo más bajo. Por tanto, la materia es lo divino. Sea que se escale por la suprema alma cósmica o se descienda de las cosas materiales hasta la materia informe, siempre se llega a esta unidad última que es forma de todas las formas y potencia de todas las potencias. La materia es pues el fecundo seno para todo lo que nace o se hace. Esta unidad no es engendrada y, por ende, nunca perecerá. Entonces, siendo increada y eterna, necesariamente se encuentra en perpetuo automovimiento; por eso existe un constante nacer y perecer, a fin de que, en el cambio infinito, se satisfaga a la infinita formabilidad de la materia. Si Demócrito y Epicuro mantenían que todo sufría restauración y renovación por el infinito, y Nicolás de Cusa postulaba que el universo entero nunca se puede hallar la inmutabilidad, Giordano Bruno va más allá y enuncia que el movimiento y el cambio son signos de perfección y no de carencia de ella. Un universo inmutable sería un universo muerto, mientras que un universo vivo ha de ser capaz de moverse y cambiar. Afirma Bruno: “No hay confines, términos, límites o muros que nos roben o priven de la infinita multitud de cosas. Por consiguiente, la tierra y el océano son fecundos; por consiguiente, la hoguera del sol es perpetua, suministrando eternamente combustible a los voraces fuegos y humedad que rellenan los exhaustos mares. De la infinitud nace una abundancia siempre renovada de materia”.
Giordano Bruno formula también el principio que complementa al de plenitud y, a su debido tiempo, lo supera, al cual un siglo después Leibniz denominará “principio de razón suficiente”. Bruno también ejecuta el desplazamiento decisivo –ya bosquejado por Nicolás de Cusa- del conocimiento sensible al intelectual en su relación con el pensamiento. En su diálogo sobre “El infinito universo y los mundos”, Bruno afirma que la percepción de los sentidos, como tal, es confusa y errónea, no pudiendo servir de base al conocimiento científico y filosófico. Explica que para la percepción sensible y para la imaginación la infinitud resulta inaccesible e irrepresentable pero, para el intelecto, constituye, por el contrario, el concepto primario y más cierto. Sentencia Bruno: “Ningún sentido corporal puede percibir el infinito. Ninguno de nuestros sentidos puede aspirar a suministrar semejante conclusión, ya que el infinito no puede ser objeto de la percepción sensible… Al intelecto le corresponde juzgar, otorgando el peso debido a los factores ausentes y separados por una distancia corporal y por intervalos espaciales”. El infinito es necesario y es lo primero que capta el intelecto.
Conforme a su premisa, Giordano Bruno predica con Lucrecio el optimismo y la alegría de vivir pues ya no se vive en la tierra, sino en el cielo, al ser ésta uno de los cuerpos celestes. Todo mal ha terminado ya que todo está penetrado por el alma del mundo y es, por tanto, bueno. Además, al estar configurado por la razón cósmica, todo es también bello. Tampoco existe la muerte, sino solamente un cambio de formas, que sólo puede ser para el bien.
Bruno se resiste a identificar panteísticamente a Dios y el mundo. Como Plotino, tampoco él quiere degradar la sublime grandeza de Dios, que considera está fuera y por encima del mundo. Por eso sostiene que se aspira constantemente a Dios, aunque por esta misma razón jamás se le podrá alcanzar ni descansar beatíficamente en Él. El ansia humana se dirige siempre hacia lo ausente y venidero, quedando siempre insatisfecha e infeliz. Según Giordano Bruno, en esto consiste la pasión heroica y el martirio de las almas grandes. En definitiva, para Giordano Bruno, Dios y lo divino ha de buscarse en las leyes de la naturaleza, en el resplandor del sol, en el rostro del hombre. De esto se deriva que toda genuina religión deba ser religión universal.
Francis Bacon.
Francis Bacon (1561 – 1626), filósofo y político inglés, grita a la edad moderna: “Saber es poder”. Sostiene Bacon que si el hombre perdió por el pecado original el poder sobre la naturaleza, procede recuperarlo por medio de una gran renovación (instauratio magna), la cual implicaba una reforma del saber. En conformidad a Bacon, esta gran renovación exige que el hombre destruya los viejos ídolos que, por espacio de más de mil años, han impedido todo progreso. Ello implica aniquilar los “ídolos de la tribu”, es decir, la tendencia del género humano a interpretarlo todo humanamente en la naturaleza y buscar por todas partes finalidades; los “ídolos de la caverna”, es decir, la ridícula tendencia de los hombres a mirarlo todo por a través de su disposición, educación y experiencia; los “ídolos de la plaza”, es decir, el identificar con las cosas, las palabras con que, en el trato corriente, el hombre vende el pensamiento; y, por último, los “ídolos del teatro”, es decir, las sugestiones que en los seres humanos ejerce la escena de la casa paterna, la escuela y la iglesia. Todos estos ídolos, procedentes de la funesta mezcla de filosofía y teología, han de ser superados.
La gran renovación de Bacon también impele a establecer un “globo de las ciencias”, en que estén registradas de forma completa todas las ramas del saber. Ningún invento o descubrimiento ha de ser dejado al azar. En adelante, toda investigación ha de llevarse sistemáticamente mediante un criterio inductivo y nada debe dejar de ser investigado (Dios, la naturaleza y el hombre), quedando este proceso bajo la responsabilidad de callados investigadores. Aún más, la renovación propuesta por Bacon hace evidente la necesidad de un nuevo método de estudio científico, pues el Organon de Aristóteles ya no servía. El nuevo método es el experimento, con observaciones detalladas que debían ser validadas. De hecho, Bacon publica su “Novum Organum” o Indicaciones relativas a la interpretación de la naturaleza en 1620. Entiende Bacon que la verdad no se deriva de la autoridad y que el conocimiento es fruto ante todo de la experiencia. Propone pues Bacon “la investigación de la verdad en la naturaleza” como medio nuevo y mejor de descubrir la sabiduría divina. Por último, la gran renovación reclamada por Francis Bacon supone la organización internacional del mundo. Entiende Bacon que los movimientos circulares son expresión del “movimiento eterno y e infinito”.
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