martes, 26 de enero de 2016

01. Cristianismo

Evolución del Sistema Metafísico Occidental

Cristianismo.

Asumiendo aquello que le precedía y constituyendo en lo principal una profunda reinterpretación de las promesas propias de la tradición judía, el cristianismo funda una doctrina basada en un monoteísmo revelado, sustentado en la firme creencia en la existencia de un Dios único y trino (Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo), omnipotente creador del universo, acción que la humana razón demuestra y la fe confirma. Se postula pues un sistema de creencia que, fundado en una revelación divina original, considera la concepción virginal del Dios encarnado; la resurrección de Jesucristo; la inmortalidad del alma; la existencia del hombre como criatura racional libre compuesta de alma y cuerpo; ángeles como sustancias espirituales; pecado original que implica privación de la gracia, ignorancia e inclinación al mal; paraíso; purgatorio; infierno y demonio con sus legiones, el cual finalmente será derrotado.

Enseña así el cristianismo que, habiendo creado Dios a los seres humanos, éstos se alejan de su creador por la desobediencia que es causa del estado de pecado original. Sin embargo, Dios envió a su Hijo, Dios mismo, encarnado como hombre en Jesús o Salvador y Cristo o Ungido, para ofrecer el perdón a la humanidad y propiciar, con el sacrificio de su muerte, la reconciliación entre Dios y la humanidad. Rompiendo con el judaísmo que esperaba a un Mesías terrenal, el cristianismo entiende que el Mesías y Redentor, es Dios hecho hombre, esto es, Dios y hombre al mismo tiempo, perfecto Dios y perfecto hombre y en el que hay dos naturalezas, la divina y la humana, con dos voluntades, una divina y la otra humana.

Así, Jesús padece y muere crucificado, pero resucita para la salvación del género humano. Aún más, volverá al fin de los tiempos para el juicio universal, correspondiendo esto a la parusía o segunda venida de Cristo a la tierra. De esta forma, la alianza entre Dios y el ser humano se realiza en la persona de Jesús. El signo de la alianza se realiza entonces por una interiorización de la fidelidad en el corazón para con Dios, de manera que el signo de la nueva alianza no será la circuncisión de la carne, sino la del corazón. Asimismo, la tierra prometida ahora son los cielos y la descendencia de Abraham es ampliada a todos las personas. El cristianismo se convierte en religión histórica al momento en que, al encarnarse Dios en Jesús, la pasión, muerte y resurrección se transforma en la historia de la salvación de toda la humanidad por obra de Cristo, según el plan providencial del Padre.

La reinterpretación cristiana sedimenta así en términos de la irrupción de Jesús como Dios hecho hombre que, junto con la predicación de los apóstoles, constituirán el Evangelio o “buena nueva”, que es un mensaje de salvación del pecado y de amor a Dios y a los hombres que es necesario anunciar y seguir. Corresponde a una escritura inspirada conocida como “Nuevo Testamento” (elaborado durante la segunda mitad del  siglo primero, probablemente entre los años 70 y 110 d.C.) y que entre sus libros sagrados también asume el canon judío, el Antiguo Testamento.

La reconciliación y redención de los hombres pasa entonces por el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y los sacramentos, signos sensibles y eficaces de la gracia instituidos por Jesucristo para santificar las almas (bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, extremaunción, orden sacerdotal y matrimonio). De este modo, se afirma que no hay salvación fuera de la verdadera fe y la verdadera Iglesia.

Con todo, a partir del siglo IV, serán los Concilios las instancias que van a interpretar las Sagradas Escrituras y van a decidir la doctrina y dogmas de la Iglesia Católica. La doctrina de la Iglesia se basará entonces en la Biblia, la tradición de los primeros padres, el credo de los apóstoles, a lo cual se agregan el pensamiento teológico de los doctores de la fe y el magisterio de la Iglesia.

Historia.

El cristianismo se inicia propiamente el año 33 d.C. con la predicación de Jesús de Nazaret, en Galilea primero y luego en Jerusalén. Es Jesús, el Hijo de Dios y Salvador y el Cristo o el ungido del Señor, el Mesías, que opta por llevar una vida célibe y de pobreza absoluta que es seguido por doce apóstoles que él mismo escoge, y a uno de ellos, Pedro, el Dios encarnado le comunica: “Tú eres Pedro – o sea, piedra – y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Se concibe pues a Cristo como cabeza invisible de la Iglesia, la cual es cuerpo místico de Cristo y sociedad perfecta en tanto posee todos los medios para la salvación del ser humano, que es temporalmente guiada por Pedro y sus sucesores, el romano pontífice (quien es infalible en materias de fe y moral al invocar la condición “ex cátedra”) y los obispos. Los primeros cristianos, queriendo subrayar su continuidad, en cuanto nuevo Israel, con el antiguo Israel del que se consideraban los herederos en virtud del nuevo pacto o testamento sellado gracias al sacrificio de la cruz, para denominar sus propias comunidades recurrieron al termino “ekklesia”, que en griego designaba la “asamblea”, adquiriendo la voz “iglesia” el significado de reunión de aquellos que profesan la fe cristiana.

El cristianismo comienza siendo un movimiento religioso dentro del pueblo judío, el pueblo elegido. Pero ese pueblo no cree en la palabra de Jesús ni cree en su medianidad, rechazándolo y condenándolo a muerte en la cruz, por estimar blasfema contra Yahveh el aseverar ante el Sanedrín que él es el Hijo de Dios. Este rechazo de los judíos hace que el cristianismo se vuelque hacia los gentiles, es decir, hacia los pueblos que existían más allá de las fronteras de Israel, o sea, Judea o Canaán. Comienza así su expansión y se forman las primeras comunidades cristianas, a las que denominan iglesias. Paulo de Tarso, apóstol de los gentiles, funda las iglesias de Antioquia, las cuales se proyectan hacia los Dardanelos, Grecia y Europa.
En un comienzo, el cristianismo -ya separado del judaísmo y cuya denominación “christianitas” apareció cerca del año 400 después de Cristo- fue una religión tolerada en el seno del imperio romano, pero entró en conflicto con éste, puesto que su fe monoteísta le impedía reconocer la naturaleza divina de los emperadores. Fue pues  víctima de una serie de persecuciones, que básicamente comienzan a mediados del siglo III y culminan con la gran ofensiva desencadenada por Diocleciano (303), situación que genera muchos mártires, quienes llegan a tal condición pues se niegan a negar su fe en Cristo. Cuando estas persecuciones se agudizan, los cristianos tienen que buscar refugio bajo tierra, en las catacumbas, donde realizan su culto y, contrariamente a lo pretendido, en ellas se fortalece y desarrolla. De hecho, la persecución termina cuando el emperador Constantino se convierte y emite el Edicto de Milán el año 313 d.C., que la declara “religio licita”, otorgándole primacía  frente al paganismo y permitiendo la libertad de credos y cultos. A partir de entonces la Iglesia obtiene reconocimiento, tolerancia y, finalmente, apoyo estatal hasta llegar a ser la religión oficial del bajo imperio. Es más, después, mediante distintos edictos promulgados por Teodosio entre 380 y 392, el cristianismo se convertirá en la religión oficial del imperio. La transformación del cristianismo en religión oficial tuvo como consecuencia una estrecha conjunción entre la Iglesia Católica y el poder político. Es por ello una época que se caracteriza por la formación de un Estado católico. Sus leyes civiles recogen las normas morales básicas del catolicismo y, mediante la fuerza coercitiva de la sanción penal, protegen sus reglas religiosas y eclesiásticas.

Con todo, el catolicismo se va definiendo, depurando y decantando en el tiempo. Va afirmando verdades fundamentales que van conformando una ortodoxia (orthos: recto, doxa: opinión o doctrina) respecto de la cual toda desviación o ruptura constituye una herejía (háieresis). Las herejías devienen a lo largo de los siglos. Surgirán desde la primera vertiente judaizante, ebionitas, gnósticos, ofitas, ahogos, adamitas, basilidanos, montanistas, nestorianos, adopcionistas, arrianismo, priscilianismo, pelagianismo, paulicianos, agoniclitas, eutiquianismo, iconoclastas, maniqueísmo, albigenses, hussitas,  y metamorfistas, entre otras. No obstante, si bien emergen estas tendencias, la clara condena del error conduce a afirmar la verdad y la doctrina católica se fortalece, consolida, expande y se mantiene eficaz y sólidamente en el tiempo. 

La Biblia enseña en Sabiduría: “En verdad, andan muy equivocados todos aquellos que no han reconocido a Dios, y no supieron por las cosas visibles descubrir a Aquel que Es. Han mirado las obras y no han conocido al Artesano: fuego, viento, aire, bóveda de las mil estrellas, aguas embravecidas y antorchas del cielo han sido para ellos los dioses y dueños del universo. Deslumbrados por tanta belleza, si han visto dioses en las cosas creadas, sepan cuánto las supera el maestro de ellas. Si el poderío y la irradiación de cosas creadas los han asombrado, sepan cuán poderoso es El que las creó; pues la grandeza y la hermosura de las cosas creadas dan a conocer a su Creador mucho más grande y hermoso”.


Aurelius Agustinus.
De hecho, se constituye la patrística o filosofía de los padres de la Iglesia.  La primera patrística se forma al defender la revelación de los ataques internos y externos, especialmente de una gnosis disolvente que ponía la redención en un conocimiento místico que hacía superflua la obra redentora de Cristo y la eficacia de la Iglesia. Así, al momento de la alta patrística, Aurelio Agustín (354 – 430), originalmente maniqueo e impresionado por el neoplatonismo, se convierte y transforma en defensor de la fe católica. Agustín desarrolla una verdadera “metafísica de la luz” donde, siendo Dios la única luz, es por la luz creada que conocemos las cosas corpóreas, por la luz de la razón las verdades naturales y por la luz de la gracia las verdades reveladas. De esta forma, la verdad no es como cree Aristóteles, correspondencia o armonía del pensamiento con las cosas externas, sino la participación en las ideas eternas, que son el verdadero ser. Para Agustín, las ideas eternas son idénticas a Dios. Dirá: “Todo lo que Dios es, no es otra cosa que ser”. Así, refiriéndose a una verdad ontológica y no lógica, que no es producida por el ser humano sino que existe desde la eternidad en Dios, puede decir: “Verdadero es lo que es”. Por ello, la búsqueda de la verdad conduce a Dios. Entonces, el pensamiento gira entre dos polos: Dios y el alma. Decreta: “Quiero conocer a Dios y al alma… Nada más en absoluto”. Aunque el hombre se compone de cuerpo y alma, ambos componentes no son del mismo valor. El hombre es más bien un alma que usa un cuerpo. El problema del alma se convierte en el problema del hombre. En estos términos, Agustín ve la esencia del hombre en la voluntad: “Los hombres son sólo voluntad”. Más, siendo el amor la operación de la voluntad, es también padre de todas las virtudes. Toda moralidad radica en la recta elección del objeto del amor. Amor consumado es suma felicidad. Sólo en el recto querer está la paz del alma.
No obstante lo anterior, hacia el año 396, Agustín deshace esta imagen optimista al advertir la terrible importancia del pecado original. Advierte que desde el pecado de Adán, el hombre está corrompido no sólo en el pensar y querer, sino en todo su ser. Concluye que la humanidad es una “masa maldita”. El hombre no es capaz, por sus propias fuerzas, de acción buena alguna. De la posibilidad de pecar resulta la imposibilidad de no pecar. Sólo es redimido aquel a quien, por pura misericordia, predestinó la gracia de Dios. La doctrina sobre la predestinación produjo una enorme impresión, que perduró estremeciendo almas. Para salvar la libertad del hombre, Agustín distinguió la libertad psicológica como esencial libertad de elección en los asuntos de la vida y que no puede perderse, y la libertad moral que al momento de pecar Adán pierde y hereda a sus descendientes. En definitiva, sin la gracia divina no se puede hacer obra buena alguna, permaneciendo la inquietud de estar escogidos o no para la salvación.
La toma de Roma por Alarico, el año 410, dio a muchos pretexto para achacar todo desastre a la apostasía de los dioses oficiales romanos. Agustín respondió, en su obra capital “La ciudad de Dios”, con una apología del cristianismo, constituyendo una filosofía de la historia. Agustín considera que la historia universal se asemeja a un drama ideado por el artista divino, representado por los hombres y dirigido hasta en sus menores detalles por la providencia divina. Los dos antagonistas de este drama son la “ciudad de Dios” y la “ciudad terrena” (civitas = Estado). Estas dos ciudades no se identifican con la Iglesia y el Estado, sino que son dos imperios de opuesto espíritu, a saber, el imperio del amor de Dios y el odio a Dios. Unos aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos; otros se aman a sí mismos hasta despreciar a Dios. Aquí en la tierra los dos Estados coexisten uno junto a otro y hasta confundidos entre sí, pero en el juicio final quedarán definitivamente separados.
Con todo, en el curso de la historia universal, Agustín distingue tres épocas; niñez, juventud y vejez, subdivididas en dos períodos cada una, configurando en conjunto los seis días equivalentes a la creación. De esta forma, en la primera época los hombres vivían como niños, sin ley; en la segunda, recibieron la ley y fallaron; en la tercera, les abrió de nuevo Cristo el camino de la felicidad. Luego, todo reino o imperio busca la paz, pero la verdadera paz radica con el recto orden cristiano, al punto que, sin éste, todas las virtudes son sólo “vicios espléndidos”. Pregunta: “¿Qué son los Estados sin la justicia, sino grandes bandas de forajidos?”. Señala entonces Agustín que, como la ciudad terrena no conoce la subordinación a Dios, tampoco se da en ella una auténtica coordinación de sus miembros. La consecuencia será la constante inquietud y las guerras incesantes, hasta que la ciudad terrena, tras los seis días de la historia universal, halle su término en la muerte eterna del infierno. La ciudad de Dios, pasados los seis días, hallará el sábado bienaventurado de la paz eterna. Impugnando la concepción cíclica de de los mundos, Agustín afirma que los réprobos glorificarán la justicia eterna de Dios en un infierno eterno, lo mismo que los escogidos su amor en el cielo.

Cristianismo oriental y occidental.
En su momento, ante la desintegración del imperio romano, el catolicismo enfrentará contradicciones internas y se produce el gran cisma de Oriente. La época constatiniana de apoyo del imperio a la Iglesia, seguida y profundizada 
después por Teodosio y sus sucesores en Occidente, así como por Justiniano y sus sucesores en Oriente, da pie a lo que se denominará la cristiandad. En Occidente, ese apoyo llegó a fundirse casi en un solo poder a partir de Carlomagno, coronado emperador por el Papa, en Roma, la navidad del año 800, provocando la irritación de los bizantinos por considerar que Roma, al consagrar a un emperador franco, se había apartado de la verdadera tradición imperial romana que había heredado Bizancio. Se produce un enfriamiento entre las relaciones entre la Iglesia de Occidente y la de Oriente, sumado a conflictos de interpretación dogmática, particularmente en lo referente a la procesión intratrinitaria de la persona del Espíritu Santo, que los latinos expresaban con la fórmula: “Procede del Padre y del Hijo” (filioque), mientras que los orientales consideraban que la expresión correcta es: “Procede del Padre a través del Hijo”, así como otros como comprensión del purgatorio, como lugar o estado. Tras rencillas y excomunión sentenciada por el Papa León IX, en 1054 el patriarca Miguel de Cerulario promulga el decreto de excomunión contra Roma, consumándose la ruptura cismática. Con la posterior caída de Constantinopla, el año 1453, en manos de los turcos islámicos, el centro de la ortodoxia se trasladó a Kiev, en Rusia, para luego ubicarse en Moscú.

Cristianismo occidental.

Después se producirá el gran cisma de la Iglesia de Occidente a causa de excomuniones recíprocas de Gregorio XII en Roma y Benedicto XIII en Avignon, que perduraría casi cuarenta años, desde 1378  hasta 1417. Más tarde, a inicios del siglo XVI, procedería una nueva gran ruptura del cristianismo de Occidente con la Reforma o movimiento de renovación evangélica surgido en Alemania a comienzos del siglo XVI y promovido por el monje agustino Martín Lutero (1483 – 1546) y que deviene en conflicto definitivo el año 1517 (Confesión de Augsburgo). Queriendo renovar la religión colocándola en el interior del hombre, amparándola contra el mundo y la maldad. Lutero quiere que el cristiano se sienta humilde, compungido ante Dios y que tenga conciencia de su inextirpable naturaleza de pecado. Mas, ante los hombres, le quiere orgulloso, activo, belicoso, lleno de bríos mundanos.

Rechazando la “ratio” romana, la “ramera razón”, Lutero sólo reconocerá la mediación de Cristo hacia Dios, pero no la mediación de la Iglesia hacia Cristo. Sólo se requiere la interpretación libre de las Escrituras y no el magisterio de la Iglesia; basta pues la gracia y no es necesaria la mediación a través del sacerdocio y los sacramentos. Sólo cabe una relación directa con Dios y ninguna mediación a través de los santos del cielo. Aún más, si el cristianismo sigue el principio de transubstanciación, en que en la eucaristía Dios se encarna, el protestantismo adopta el principio de consubstanciación, en que la eucaristía Dios se hace presente pero no se encarna. En definitiva, si en el catolicismo el hombre se salva por la fe y las buenas obras, en el protestantismo basta la fe. La crisis provocada por la reforma fue afrontada por la iglesia romana a través del movimiento de contrarreforma que culmina con el Concilio de Trento (1545 – 1563). Las normas establecidas por este Concilio sirvió de referencia para medir la adhesión del creyente al cristianismo en su versión católica. Además, se intentó poner fin a los abusos existentes renovando la vida eclesial, mejorando la formación de los sacerdotes (creación de seminarios, visitas pastorales, nuevas órdenes religiosas, etc.).


Feudalismo.

A partir del dogma de la verdad revelada, inmutable, que no depende de los tiempos, el catolicismo se constituyó en el fundamento de un nuevo sistema cultural y civilizacional. Este se realiza con fuerza en el orden de la llamada “Edad Media”.

El término “Edad Media” corresponde a una denominación aplicada retrospectivamente por las generaciones posteriores, cuando se creía haber abandonado un período “intermedio” para penetrar en otro nuevo. Teniendo su germen en Joachim de Fiori, en 1667, Goerg Horn, profesor de historia en Leyden, acuñó la expresión “edad media”, aunque su aplicación metodológica correspondió al rector Cristóbal Celarius Keller, quién en 1688 publicó su obra “Historia Medii aevi”, en la que dividió la historia en tres tiempos, a saber, antigüedad, edad media y época moderna. Así, este epíteto fue definido por los eruditos humanistas del Renacimiento, que no creían que las bases de su cultura tuvieran vínculo con la de sus predecesores medievales, sino con los instruidos patricios de la Roma clásica. Su hostilidad  y desprecio de aquello que había constituido la llamada “edad media” era manifiesta y los conducía a exponerla cual fase de ignorancia, ferocidad, extravagantes creencias y vida miserable, fuentes de una sociedad inquisitorial.
Sin embargo, el denominado medioevo constituía un proceso que consolidaba y proyectaba un nuevo y avanzado sistema cultural y civilizacional. A la luz del catolicismo y afirmando la cultura greco-romana interaccionada con el mundo germánico, se consolida un orden cristiano occidental en una época de división de Europa y el Mediterráneo con el Oriente bizantino y el Islam. Se constituye una “edad de fe” fundada en una revelación sobrenatural que define un orden teocéntrico, cuya finalidad es alcanzar la salvación del alma de los hombres. Por esta razón se procura una vida piadosa y sacramental que  perfeccionara al hombre, teniendo a la Iglesia y la eucaristía o santa comunión como misterio central de la liturgia.
Así entonces, en un tiempo donde las interminables guerras hicieron que los hombres anhelaran poder disfrutar de protección y seguridad, y donde los poderes centrales perdieron toda autoridad, radicándose ésta en poderes locales (feudos), se estableció el régimen del feudalismo, estructurado por un estatuto que regía el vínculo entre los señores y los vasallos, correspondiendo a una forma de organización del poder. Si bien el régimen feudal no pudo garantizar una completa estabilidad política, en tiempos de mucha violencia y escaso desarrollo económico y técnico, ofreció condiciones de paz y justicia e inculcó a los hombres ciertos valores como el sentido del honor, la virtud, la lealtad, el respeto por la dignidad de la persona, la estimación de la mujer y la fe en la palabra dada.
Se conformó un régimen social, económico y político con una sociedad dividida en estados o estamentos fijos, esto es, los caballeros, el clero y la población campesina. La nobleza feudal estaba formada por el rey y los señores, existiendo nobleza de sangre, fundamentalmente guerrera. Se instauró el sistema de las corporaciones como forma de organización del trabajo. Aún más, se estableció un régimen comercial que traspasaba fronteras y que estaba fundado en el repudio del interés, por ser éste pecado. Luego apareció una clase media formada por abogados, médicos y mercaderes. 
Es una vida marcada por los poderes terrenales enfrentados entre sí, las Cruzadas y los reinos de ultramar. Entonces, a la luz de una imagen heroica de la guerra, se organizan órdenes de caballería y se desarrolla una educación caballeresca centrada en la idea de servicio. Se proyecta asimismo un concepto de amor cortés, donde el amante se concibe como un ideal y la relación es asumida con un espíritu de servicio y no de posesión.
Realizando la difícil tarea de conciliar el derecho romano, las leyes de los pueblos bárbaros y la ética cristiana, en el marco de la novedad de los relojes mecánicos que comienzan a revolucionar el empleo del tiempo, se desarrolla una intensa vida doméstica, el cultivo de la tierra, los oficios artesanos, la práctica de los torneos, la caza, la música cortesana, el teatro, juegos de destreza y azar, grandes celebraciones con mimos, trovadores y juglares, abundantes cenas y banquetes, con una disciplina conyugal acompañada por la prostitución y excesos eróticos en las casas de baños, aunque con escasa referencia a la homosexualidad. La crueldad en la administración de justicia es celebrada como espectáculo de feria por el pueblo. Esta vida cotidiana estuvo marcada además por el gradual incremento demográfico a pesar de las tasas de mortalidad, las hambrunas y la peste que devastó Europa, más los elementos, humores y temperamentos que constituían la salud, junto a los judíos en estado de tolerancia precaria. Ciertamente es un tiempo donde la muerte obsesiona a hombres y mujeres, pero no era éste un sentimiento morboso. Las múltiples representaciones de la muerte eran advertencias que conducían a la felicidad eterna a quienes sabían escucharlas. El momento de la muerte era importantísimo porque nadie quería morir sin arrepentirse de pecados y recibir la absolución ante la inminencia  del fin del mundo.
En este período histórico, la Iglesia se yergue como institución centralizada que define la doctrina y determina la norma social y política, respecto de la cual todo desvío era herejía y objeto de excomunión y castigo. La norma doctrinal es acompañada por visiones místicas, la hermandad de los santos (apóstoles, evangelistas y mártires), el poder invisible de las reliquias y el peregrinaje. Junto a ello cual se presenta el empleo encubierto del zodíaco,  la alquimia, la magia y la brujería, categorías que echaron profundas raíces en la imaginación medieval.
Los monasterios se constituyen en baluartes de la oración y el saber. Allí se enseñaba la doctrina religiosa junto con las artes liberales (gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música) y se aprecia la naturaleza, sus plantas y animales. Pasando por la escuelas palatinas, parroquiales y catedralicias, se llega a la formación de las Universidades, corporaciones autónomas que aplicaban la “lectio” y la “disputatio” como sistema pedagógico destinado a constatar la verdad revelada. En este campo, la adhesión a la dialéctica fue muy sólida. En la llamada Edad Media se creía más en las conclusiones lógicas de la razón que en las observaciones de los sentidos; por eso su fuerte fue la lógica y no las ciencias naturales. Es pues precisamente en virtud de lo operado en la Edad Media que se constituye el instrumento con que la edad moderna pudo erigir el soberbio edificio de las ciencias naturales. De hecho, fundada en la unión de la ciencia y la fe, la autoridad de Aristóteles (aunque no desapareció el neoplatonismo) y la uniformidad del método (lectio, disputatio y auctoritates), se conformaría el movimiento escolástico. Este no mirará tanto al descubrimiento de nuevas verdades, cuanto a la demostración, transmisión y asimilación de saberes ya conocidos. La ciencia halla en las aulas y cuartos de estudio sus únicos lugares de cultivo y en los profesores y monjes sus únicos representantes.

En este contexto, la escritura y la imprenta producen una revolución intelectual. De hecho, la literatura se había extendido por Europa desde los siglos X y XI; ya en el siglo XV existe el hábito de la lectura. Mediando el mejoramiento de las técnicas de reproducción, el primer libro impreso que sobrevivió es la famosa Biblia de Johannes Gutemberg, editada en Maguncia durante 1455. No obstante, aunque se entendió que servía a la fe, la impresión significó también que ya no fuese tan fácil controlar el disenso y su difusión.
Centrada en la creencia en Dios y cumpliendo una función pedagógica de elevación espiritual del hombre, el arte alcanza un alto desarrollo, con grandes obras plásticas y arquitectónicas, que evoluciona del románico al gótico, plasmándose en iglesias y monasterios de arco ojival, bóveda acanalada y arbotantes característicos del estilo gótico, junto a tapices, tallas y obras de arte de pequeño formato. Las catedrales eran expresión de la fe cristiana; eran una “oración petrificada”. El barroco verá las obras cumbres de la cultura occidental, rebasando el punto culminante del gótico. Siendo una continuación del mismo, con el barroco se llega al sentimiento de cima aún no alcanzadas. Ante  el gótico instintivo y oscuro, el barroco se hace gótico consciente y luminoso.
En el campo del pensamiento, a partir de un orden preescolástico en el “renacimiento carolingo” (siglo IX), surgirá la primera escolástica (siglos XI – XII) que sienta las bases de la alta escolástica (1200 – 1340), la cual constituye su edad de oro, pero que luego deviene en la escolástica tardía (1340 – 1500) que entra en un lento proceso de petrificación y disolución. No obstante, antes de experimentar completamente su propio ciclo, este proceso alcanza su cénit hacia el siglo XII. Es un estadio histórico en que el proceso de despertar y desarrollo es mucho más real en este tiempo que en el período que después sería denominado Renacimiento. El medioevo implicó una transformación efectiva que hace posible entenderlo como un nuevo nacimiento, por cuanto en él se desarrollaron nuevas formas de actividad mental y de vida social, formas y fundamentos que todavía son columnas de la existencia moderna.
El hombre gótico seguía la racionalidad de la escolástica, cuyo objetivo era armonizar la teología cristiana con la filosofía antigua. La constitución de la escolástica implicaba el imperio de una lógica teocéntrica, pero totalmente lógica pues estaba fundada en la razón, lo único que por la gracia respondía y conducía a Dios. Siendo la prestación principal de la escolástica la claridad lógica del pensamiento, el conjunto del saber humano que, según se creía, no podía acrecentarse, tenía que ser reunido en gigantescas “sumas” que reunían todo el saber y eran matemática y arquitectónicamente estructuradas. De este modo, la escolástica no anulaba la naturaleza o razón humana, sino que constituía un sistema en el que se desenvuelven las contradicciones humanas. El hombre gótico, pensando en términos absolutamente racionales, lo que quería era reflejar la naturaleza y no dominarla o sanearla, pues ésta era creación divina.
En la época gótica, que se extiende desde el siglo XI al XIV, teniendo plena confianza en Dios y en la idea de eternidad, el hombre dirigió su mirada confiada y suplicante hacia el cielo. Fue pues la época gótica, donde sólo cabe sumisión a la voluntad de Dios, la que creó la unidad espiritual de Occidente. El concepto y el hecho “Occidente”, así como el concepto y la vivencia “Europa”, pertenecen a la cultura gótica, esencialmente sintética y donde prevalecen las fuerzas de unión. Se trataba de una unidad plasmada desde un principio de certeza. Los hombres pertenecían, como miembros inmediatos, a la comunidad cultural católica que a todos abarcaba. Un espíritu de unión y amor los juntaba interiormente. Es más, la clase directiva la forman los sacerdotes que guardan esta unidad, y no los guerreros que perjudican la unidad luchando en las filas de un grupo determinado contra los demás. El hombre que une y no el que divide era el ideal predominante en esta época. No había Estados nacionales.
En definitiva, la época gótica encarna el arquetipo del hombre armónico, plasmando la calma y el gran aliento de las épocas metafísicas. La idea de la evolución y la fe en el progreso humano le son extrañas. Si perfecto salió el mundo de manos de Dios, contemplarlo con admiración y venerar en él al Creador es el sentido de la vida. Rechaza pues el hombre gótico como temeridad y pecado la idea de querer o poder cambiar el mundo, porque para él los valores y verdades cristianos son absolutos y de duración eterna; leyes inconmovibles mantienen el universo en su forma acostumbrada. Con ello, el individuo se veía metido de lleno en los espacios infinitos de la eternidad, y ello le comunicaba un sentimiento de amparo y de paz. Sin este sentimiento vivo del más allá no habrían podido ser terminadas las catedrales ni sostenido el esfuerzo de los mojes que transcribían documentos y las melodías gregorianas. Asimismo, el orden jerárquico social es algo que no admite cambio. El individuo nace en él conforme al designio divino y debe contentarse durante toda la vida con el puesto que ocupa. Con un “hombre sentimental”, a esta época le falta la voluntad para el poderío, el afán de ascenso social. No hay revoluciones pero tampoco grandes cambios en el pensar. El hombre armónico posee un saber estrictamente delimitado, que no admite aumento; el rebasarlo le parece necedad y pecado. Y este saber no es poderío, sino medio para la salvación y la santificación, que no obsta a una nostalgia por una vida mejor.
El catolicismo, con su tránsito desde la patrística hasta la escolástica, resultó fundamental y trascendente para Occidente y el mundo. Si en un momento de la historia los dioses determinaban al ser humano, con el catolicismo, es éste quién  decide su condenación y salvación en el orden de la creación divina, en virtud del uso que él hace de su razón y su libertad. Fue el catolicismo escolástico quien reconoció, sistematizó y proyectó la razón humana. Es de esta forma como razón y libertad se constituirían en las claves del curso cultural y civilizacional de Occidente. El mismo curso de la historia occidental derivaría de las contradicciones al interior de mundo católico. Sin embargo, con la posterior afirmación de una razón y libertad al margen del orden de Dios, o incluso sin Dios, el hombre sería expuesto a un nuevo destino. En adelante, el hombre, la sociedad y el Estado serían sucesivamente concebidos de muchos modos diferentes.
En razón de este proceso de desarrollo es que, finalmente, en el siglo XIX se llegó a la creencia de que “Occidente está podrido”. Con ello se quería significar la muerte de la gran cultura europea y el triunfo de su civilización sin alma, sin espíritu y sin Dios. Con el paso de una “época gótica” a una “edad prometeica”, asumida por muchos y resistida sólo por algunos, la civilización burguesa irreligiosa se impuso a la antigua cultura eclesiástica. El hombre occidental, inclinado a los poderes materiales, caería víctima de las fuerzas de la tierra y se haría esclavo de la materia. Se impone el “hombre prometeico”, despojado del manto gótico. Hilaire Belloc, en función del contraste inevitable entre el presente y el pasado al disponer un cierto período ventajas que faltan en otro, y entendiendo que los elementos de una cultura siempre están en proceso de transformación, consigna que es propio de la sabiduría notar la diferencia en calidad entre lo que ha sido perdido y lo que se ha ganado. Entonces, respecto de la experiencia humana durante Edad Media afirma que, efectivamente, “no había patatas; más tampoco había suicidios”.
El mismo liberal José Ortega y Gasset explicaba: “Durante la Edad Media las relaciones entre los hombres descansaban en el principio de la fidelidad, radicado a su vez en el honor. Por el contrario, la sociedad moderna está fundada en el contrato… La fidelidad... es la confianza erigida en norma. El hombre se une al hombre por un nexo que queda sepultado en lo más íntimo de ambos. El contrato, en cambio, es la cínica declaración de que desconfiamos del prójimo al tratar con él y le ligamos a nosotros en virtud de un objeto material –el papel del contrato- que queda fuera de las dos personas contratantes y en su hora podrá… alzarse contra ella. ¡Grave confesión de la modernidad! Fía más en la materia, precisamente porque no tiene alma, porque no es persona…”.

Carlomagno
Carlomagno (742 – 814), en su amplia visión política, comprendió que su imperio sólo lograría consistencia, si estaba también internamente afirmado por una elevada cultura del espíritu. De su escuela superior de Aquisgrán quiso hacer una “nueva Atenas”. A partir de Pedro de Pisa, Pablo de Aquilea, Alcuino y Juan Escoto Erígena, que experimentaban la vida espiritual en contacto con la cultura clásica, floreció un complejo “renacimiento carolingio”. Así se llegó a la primera escolástica, centrada en los problemas de la dialéctica y los universales. Aún entendiéndose que la razón era el único lugar de la verdad, la lógica dialéctica es sobreestimada y extremada al punto de ser causa de negación de a verdad cristiana por imputar la falsedad categorial a la misma eucaristía (Berengario de Tours). Tales afirmaciones generaron la reacción de los antidialécticos que, liderados por Pedro Damián, cardenal y asceta riguroso, tiene la filosofía por invención del demonio pues éste, como primer dialéctico, enseñó a los primeros padres la pluralidad. No obstante, la creencia en la dialéctica continuó.

Roscelino de Compiègne.
 Sobrevino la disputa sobre la cuestión de los universales. El principal representante del nominalismo será Roscelino de Compiêgne (1050 – 1120), quien sostiene que a cada cosa debiera ponerse un nombre propio pero, como faltan palabras, muchas cosas semejantes son comprendidas bajo un solo nombre. Por tanto, lo único común a muchas cosas es la palabra empleada (flatus vocis). Al aplicar esta doctrina a la Trinidad, se concluía que lo único común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo era el nombre “Dios” y, por tanto, en lo demás eran tres dioses (triteísmo). Esta doctrina fue tenida por anticristiana y el mismo Roscelino hubo de rechazarla el año 1092. Con todo, la doctrina del nominalismo resucitó fuertemente en el siglo XIV con Ockham.


Guillermo de Champeaux.
Ante ello reaccionó el realismo, cuyo representante extremo fue Guillermo de Champeaux (1070 – 1121). Este sostuvo que todas las cosas particulares de la misma especie (por ejemplo, todos los hombres) sólo tendrían una sustancia única, de modo que la diferencia entre ellos sólo consistiría en las modificaciones de la sustancia (accidentes), terminando por sostener una forma de panteísmo que obligó al mismo autor a abandonar su realismo extremo. 



Anselmo de Canterbury.
Sin embargo, Anselmo de Canterbury (1033 – 1109), llamado padre de la escolástica, estableció el método escolástico: “Creo para entender” (credo ut intelligam). Con ello, el investigador a de partir de la fe firme en la verdad. Si los resultados de la investigación están de acuerdo con la revelación, son verdaderos; en otro caso, son falsos, siendo pecado permanecer en el error. Con audacia, Anselmo introduce la dialéctica en la teología y demuestra tanto la Trinidad como que el Hijo de Dios tenía que hacerse hombre, porque el pecado de Adán, como culpa infinita, sólo podía expiarse por el Dios infinito. Abrió pues Anselmo el camino de la investigación racional de las verdades de la fe.

Pedro Abelardo.
Luego, Pedro Abelardo (1079 – 1142) se inclina a ver lo universal únicamente en la palabra, portadora de una significación, por lo cual pude enunciarse la misma palabra de muchas cosas particulares. La palabra enuncia pues un concepto en el intelecto y que designan un estado en que coinciden muchas cosas. El universal no está, por tanto, en las cosas, sino en el entendimiento. No es pues la naturaleza la que habla al hombre sino éste quien interpreta la naturaleza. Aún más, Abelardo procura despertar la duda para empujar al hombre a buscar la verdad. La respuesta a las dudas sólo las da la razón, a la que se le concede la máxima autoridad. La razón decide lo que es revelación y lo que no, el texto auténtico de la Biblia y la falsificación. Sólo desprecian la razón los que quieren ocultar su ignorancia so pretexto de humildad. En esta misma perspectiva, Abelardo otorga máxima importancia una ética de la intención, donde sólo es bueno lo que procede de recta intención, contrariamente a la mera acción externa. Además, no existiendo una frontera precisa entre cristianos y gentiles, unos y otros tienen la ley natural, que es más antigua que la revelada. El sentido o fin de la revelación está solamente en renovar y purificar la ley moral natural, prefigurando en plena Edad Media un indiferentismo religioso y un humanismo moderno.

Juan de Salisbury. La escuela de Chartres, pasando por Guillermo de Conches (1080 – 1154), que tomó de Demócrito la teoría de los átomos, será quien, por intermedio de Juan de Salisbury (1115 – 1180), verá que la filosofía es la guía para un amor práctico al prójimo y que el universal radica en el concepto, que resume en unidad las propiedades comunes de las cosas particulares. Sin más, Salisbury compuso una lista de cuestiones dudosas, tales como la naturaleza y origen del alma, creación del mundo, omnipotencia de Dios y libertad del hombre, entre otras.

Bernardo de Claraval.
En esta perspectiva, la aplicación demasiado libre de la dialéctica, aún en el terreno de la fe, hirió el sentimiento religioso y produjo la contracorriente mística. Bernardo de Claraval (1090 – 1153) juzgará en oposición a Abelardo: “Querer saber sólo por saber es vergonzosa curiosidad. Querer saber para ser conocido es vanidad. Querer saber para vender la ciencia es negocio vituperable. Querer saber para edificar es caridad”. Así, sólo el último saber tiene valor y “Dios es conocido en la medida en que es amado”. Todo otro saber es “vana palabrería de los filósofos”. El camino es la mística, en sus etapas de meditación, contemplación y éxtasis.

Neoplatonismo.
En este contexto, el encuentro con el Islam en España y en las Cruzadas no sólo tuvo importancia política y económica sino que transmitió también a Occidente el conocimiento de Aristóteles, desde una comprensión neoplatónica. A la época, también 
influiría el impulso judío en el estudio especulativo de la revelación (cábalas) que dio lugar a una mística supersticiosa de las letras (Moisés  de León), en que se identifica el nombre de Dios y de los ángeles con valores numéricos y, por el cambio de las letras (números), se pretendía lograr nuevos conocimientos, cambiar las leyes de la naturaleza y obrar milagros, procediendo a emplear fórmulas de conjuro, amuletos y astrología. No obstante, más importante fueron los estudios puramente filosóficos neoplatónicos. Así, Saadja ben Joseph trata de demostrar la racionalidad de la fe judaica, Isaac ben Salomón Israeli (850 – 950) compone el “Libro de las definiciones”, del cual tomó Santo Tomás su definición de verdad (conformidad del entendimiento con la cosa), y Salomón Jehudá ibn Gabirol (Abicebrón, tenido por árabe), que explica de forma neoplatónica el origen del mundo. No obstante, aún más importante fue la unión con Aristóteles, que llevó a cabo el filósofo judío Moisés Maimónides  (1135 – 1204), postulando la complementariedad entre fe y ciencia. Dirigiéndose a aquellos judíos cultos que perdieron la fe por el estudio de la filosofía griega, Maimónides afirma que un hombre culto aceptará la experiencia y la ciencia pero mantendrá, a la par, la Biblia y la tradición. Afirmará que el mundo no es eterno sino creado por Dios en el tiempo; que a pesar de la naturaleza la voluntad humana es libre; y que el alma de cada hombre es inmortal.
En este contexto, la orden franciscana escogió la filosofía de Agustín y la orden de los dominicos se decidió por Artistóteles. De esta forma, la escolástica alcanza su mayor florecimiento con Aristóteles, las Universidades y las órdenes mendicantes. Entonces, tras ser finalmente conocido Aristóteles, sobre todo las traducciones hechas directamente del griego, éstas fueron aprovechadas por Alberto Magno y Tomás de Aquino. Pero estas nuevas ideas desencadenaron muy pronto un conflicto con la Iglesia. En la interpretación neoplatónica, Aristóteles aparecía como el autor del panteísmo y fue prohibido. Sin embargo, fue depurado su pensamiento en conformidad a su compatibilidad con la doctrina cristiana. Comienza por tanto a enseñarse y Alberto Magno lo llama el “precursor de Cristo en la sabiduría natural”. Juan Bautista ve en Aristóteles el “sumo desenvolvimiento de la inteligencia humana” y la “norma de la verdad”. Aristóteles será enseñado en las Universidades.



Alberto Magno.
En la línea del aristotelismo, Alberto Magno (1193 – 1280), que tuvo por discípulo a Tomás de Aquino, concibe el plan de abrir al mundo cultural cristiano el Aristóteles íntegro, como Avicena lo hizo con los árabes y Maimónides con los judíos. Así, Alberto rechaza la teoría augustiniana de la “iluminación” y concibe el alma como un tablero sin escribir en el que luego se escribe por la experiencia. Todo conocimiento comienza por los sentidos, sin exceptuar el conocimiento de Dios. El paso del sentido al entendimiento se realiza por la abstracción, procediendo a distinguir universales. Afirma por tanto un alma como sustancia independiente que es al cuerpo como un piloto respecto a la nave. Así el alma pervivirá después de la muerte. Alberto Magno fue el más grande naturalista de su tiempo. No liberándose de la astrología y adivinación, incluso sostuvo que la unión entre el Mediterráneo con el Mar Rojo podía realizarse sin riesgo (canal de Suez).



Tomás de Aquino
Tomás de Aquino (1225 – 1274), siendo el más consecuente postulador del aristotelismo moderado, confronta tanto al augustinismo que con su iluminación “de arriba” desvaloraba del saber natural, como al aristotelismo radical de Siger de Bravante que con un Aristóteles pagano y su explicación “de abajo” que ponía en peligro la 
revelación cristiana. Tomás de Aquino aprecia que la evolución de su tiempo tiende a una época de la razón, que trata de desplazar la autoridad por pruebas racionales. El aspira a incorporar armónicamente a la teología cristiana toda la tradicional ciencia aristotélica. Concibiendo a Dios como acto puro, Tomás de Aquino afirma que la fe se inspira o funda solamente en la revelación pero, la ciencia, sólo en la razón. Sin embargo, razón y revelación proceden de Dios y no puede haber entre ellas verdadera contradicción, dejando pues de ser cierta la teoría de la “doble verdad”. La ciencia y la fe se distinguen por su objeto y por su origen. La fe es pues una virtud y, el saber, no. Así, las verdades de la trinidad de Dios, la encarnación del Verbo y los sacramentos, la doctrina sobre el fin sobrenatural de la visión de Dios, no son irracionales sino suprarracionales.
Tomás de Aquino muestra pues auténtica estima del saber puramente racional. Aquí no decide la autoridad, sino la razón, pues no se quiere saber lo que otros han pensado sobre una cosa, sino lo que ésta realmente es. Si otros antes han pensado rectamente, éstos llevan al conocimiento de las cosas, sino, obligan a pensar profundamente. El objeto de la ciencia no es lo particular sino lo universal. Este no existe antes de las cosas ni después de las cosas, sino en las cosas. La extensión de la ciencia abarca todo el orden del universo y de sus causas.
Aún más, la misma teología es una síntesis de revelación y razón. Su fin es penetrar intelectualmente las doctrinas de la revelación. También la razón puede alcanzar por sí misma ciertas verdades de la religión (existencia y atributos de Dios, espiritualidad, libertad, inmortalidad del alma). La fe no suprime la razón, sino que la supone. La revelación es para el hombre una ayuda y no un peso.
La cuestión ontológica se radicaliza en Tomás de Aquino, aunque en ello no sigue las ideas de Platón ni la esencia de Aristóteles. Tomás de Aquino establece que sólo en Dios son igual esencia y existencia, mientras en el hombre se distinguen realmente. Afirma que, cuando perece el hombre, termina su existencia pero no su esencia. Por tanto, la existencia es pasajera y la esencia eterna. Si el hombre posee su esencia completa en cada segundo, su existencia está distribuida a lo largo de su vida. Como doctrina fundamental sostiene que todas las cosas creadas constan de potencia y acto, donde el acto es la realización de la potencia. Afirma por tanto: “Todo ser es bueno”, donde orden óntico y orden moral son sólo dos aspectos del mismo orden universal y, por tanto, una unidad interna. Afirma además que el entendimiento tiene primacía respecto de la voluntad. Resolviendo múltiples otros asuntos, la “Suma Teológica” de Tomás de Aquino contiene 613 cuestiones, 3 mil artículos y 10 mil objeciones. Desde el siglo XV, Tomás de Aquino lleva el título de Doctor Angelicus.
Si fue en el siglo XIII que Santo Tomás supera el concepto de sustancia divina al definir a Dios en términos de acción, como “actus purus”, en el siglo XVIII Berkeley acabaría con el de sustancia material, y Hume con el de sustancia espiritual, convirtiéndose éste en fuente del escepticismo.
Roger Bacon.  
Expresando el augustinismo y pasando por la alquimia, la astrología y la magia, Roger Bacon (1219 – 1294) sostiene un primer y decisivo ataque contra la base de la posición privilegiada del hombre en el orden de las cosas al afirmar: “Es una aserción 

falsa decir que el juicio del hombre es la medida de las cosas… El entendimiento humano es como un mal espejo que… deforma y decolora la naturaleza de las cosas al mezclarla con la suya”.
Realiza además una violenta crítica a toda la iglesia cristiana y advierte ya en aquella época: “La Santa Sede es víctima de los engaños y embustes de hombres inicuos. La soberbia impera, la concupiscencia se sienta en el trono, la envidia lo roe todo. Toda la curia está deshonrada por la disolución, y la glotonería domina por doquier. La clerecía toda mira sólo el placer, a la soberbia y a la avaricia”. Afirma además, que todo saber viene de Dios y, por tanto, no hay saber profano y toda ciencia es una revelación divina, entendiendo que la revelación general fue dada a Noé, la primitiva se dirigió a los judíos para prepararlos a Cristo, y la particular es la cristiana, cumbre de toda sabiduría, que está consignada en la Sagrada Escritura. Sostendrá así la inseparabilidad de ciencia y fe: “Entiendo para creer; creo para entender”. Bacon romperá pues con los universales y sostendrá que en la ciencia natural, sólo hay una prueba que convence: la experiencia (sine experientia, nihil suficienter sciri potest). La ciencia de la naturaleza es, consiguientemente, ciencia de la experiencia. Por tanto, la experiencia pide el experimento, práctica que Bacon estima extraordinariamente. Sus experimentos lo llevan a la invención del cristal de aumento, a la recta teoría del arco iris y al recto cálculo de la magnitud del sol y la luna. Junto a lo anterior, Roger Bacon anticipa invenciones modernas como la pólvora, vehículos de tracción mecánica como naves sin remos, máquinas voladoras y aparatos de inmersión.


Juan Duns Escoto.
Las sentencias de Tomás de Aquino provocan reacciones múltiples. Así, Juan Duns Escoto (1266 – 1308) articuló la filosofía augustiniana y planteó un deliberado contraste con Tomás de Aquino. Afirmó que la ciencia y la fe no tienen nada que ver una con otra, ya que el fin de la ciencia es el conocimiento del ser y el de la fe es el conocimiento de Dios. La teología no es una ciencia sino una enseñanza ético práctica. A la revelación le corresponde la “suma certeza”, pero no por razón de evidencia científica, sino por la iluminación divina, condición de toda certeza. Si para Tomás de Aquino el principio de individuación radica en la materia, según Escoto, en la forma. Para Escoto, la inteligencia es pasiva y la voluntad activa. Concebirá a la inteligencia como facultad puramente receptora, en un simple espejo, y dejará la realidad fuera de ella. Por el contrario, el contacto con lo real se hará mediante la voluntad espontánea. Afirmará así la definitiva primacía de la voluntad pues es la verdadera señora en el imperio del alma, y a ella obedece todo. El entendimiento tiene que reconocer las cosas como son, pero la voluntad decide con  absoluta libertad; ni Dios mismo la puede forzar. Si la voluntad es lo sumo, sigue que la bienaventuranza no consiste en la visión de Dios sino en el amor a Dios.

Guillermo de Ockham.
En momentos de la escolástica tardía, el “Aristóteles puro” que Tomás de Aquino superó, sin más fue asumido por Guillermo de Ockham (1300 – 1349). Si Tomás de Aquino enseñó que sólo hay ciencia en lo universal, Ockham funda una ciencia de lo particular. Los contemporáneos calificaron de “moderna” la nueva tendencia, y de “antiguas” las anteriores. Asumiendo el nominalismo, Ockham sentencia: “No existe el universal”. De la cosa particular no es posible abstraer un universal, porque no existe dentro de ella. Sólo estaría dentro si las cosas particulares fueran creadas por nuestros conceptos, cosa que no sucede. El primero y auténtico conocimiento es el de la cosa particular, que es una visión intuitiva, y que sólo en segundo término es juicio. De esta 
experiencia se forman en el alma copias o imágenes que son nuestros conceptos, pero éstos no son una nueva realidad, sino sólo ficciones que pertenecen a la lógica, no a la metafísica. Así, los conceptos y las palabras son sólo signos que representan las cosas particulares reales. Los conceptos son pues signos naturales y las palabras arbitrios, es decir, libres convenciones de los hombres para denominar las cosas. De suyo, conceptos y palabras son sólo cosas particulares, y sólo se tornan algo universal que, en razón de cierta semejanza, designan cosas particulares.
Además, pocos años después de que Escoto sostuviera que la inteligencia es pasiva y la voluntad activa, Ockham concluirá que si la voluntad es lo único activo, pura espontaneidad independiente de las formalidades, necesariamente es pura arbitrariedad sin límite. De esta forma, las formas pensadas se desvanecen, no sirven para nada. Así, los límites de la experiencia externa e interna son los límites de la ciencia rigurosa. La metafísica entera no es objeto del saber, sino de la fe. La ciencia no puede dar respuesta a la cuestión de la condición del alma o de Dios, quedando para ello sólo la referencia a la Biblia. Ockham funda así su ética sobre la libre voluntad divina. Es bueno lo que Dios manda porque él así lo dispone, razón por la que no existe bondad ni maldad en la acción misma. Con el realce de la experiencia externa o interna, Ockham pone el fundamento de la ciencia natural y psicología empírica de los tiempos modernos.

Ramón Llull.
El español Ramón Llull (1232-1316) poseyó un espíritu universalista, participó en concilios y expuso su doctrina en los principales centros culturales europeos. Escribió en latín para la cristiandad, en árabe para el mundo musulmán, y fue el primero en hacer filosofía en una lengua neolatina, el catalán. Su obra "El árbol de la ciencia" (1295) se basa en el simbolismo del árbol para organizar el conocimiento científico, siendo por ello considerada una anticipación de la enciclopedia. En tiempos actuales, algunos lo tienen por precursor de la ciencia informática.

En su tiempo, Ramón Llull fue un personaje entre dos mundos. Aunque nació en el mundo cristiano, él se autodenominaba “christianus arabicus”. Para él, no había dos mundos, sino uno solo, porque todos los hombres pertenecían a un mismo género y estaban llamados a formar una sola comunidad. Para Llull, la prueba de la unidad del género humano se funda en lo que todos pueden percibir como peculiar de la especie humana: su racionalidad. La razón es para cada hombre el instrumento natural de conocimiento, aquello que le permite descubrir a partir de las criaturas la existencia de un único Dios, fundamento de la unidad del género humano. Con tal fundamento, en su tiempo Ramón Llull criticará a la cristiandad que vive de espaldas a los musulmanes pues estima que esta insolidaridad es consecuencia de un problema más profundo: la sociedad no es cristiana, no vive de acuerdo con la verdad de su religión y a la mayoría no le preocupa lo más mínimo difundir esa verdad sobre Dios. Llull está persuadido de que los musulmanes ignoran la verdad sobre todo porque no se la ha explicado adecuadamente. Por esta razón, Llull procura establecer un sistema de razonamiento lógico universal para encontrar la verdad, que él llama “arte”. Según lo indica Llull, en este nuevo método o sistema de razonamiento lógico se encuentra el instrumento adecuado para eliminar las barreras que impiden a los musulmanes conocer la verdad.
Conforme a los principios de este “arte”, la verdad no se puede imponer desde fuera, con argumentos de autoridad, sino que tiene que ser descubierta por el propio interesado. En consecuencia, ningún conocimiento, y menos el de las verdades más profundas y difíciles se puede imponer; ha de ser el entendimiento quien las perciba con claridad y se las proponga a la voluntad. Por ende, el hombre conserva su libertad incluso frente a una verdad que el entendimiento le presenta como evidente. Según Llull, si la religión es relación entre el hombre y Dios, a su respecto cada persona es soberana. De esta forma, si bien Dios es la verdad y el bien supremo, finalmente es la conciencia quien debe juzgar, reconociendo ese bien y aceptando esa verdad. Nadie, ni siquiera una visión que aparentemente viene de Dios, puede anular o sustituir la decisión de la conciencia individual. En definitiva, Ramón Llull afirma en su tiempo el principio de la libertad religiosa.
 

Advirtiendo que el peligro de error o manipulación es mayor en la teología que en otras ciencias, recordando que la verdad tiene muchas caras, que las cosas pueden examinarse desde distintos puntos de vista y que no debe quedar ninguna de las múltiples caras de la realidad sin observar, el “arte” concebido por Llull se basa en la confianza que deposita en la capacidad de la persona o colectividad que la usa para razonar lógicamente.
El método establecido por Llull requería que, para alcanzar la profundidad anhelada, el referido “arte” fuese estrictamente lógico, que poseyera un carácter pedagógico, que recurriera a los seres creados para lograr el conocimiento objetivo de Dios mediante el ejercicio de la afirmación y la  negación (afirmando hasta el máximo la analogía que de él se encuentra en los seres, y negando hasta el máximo lo que hay de diferente), y que no fuese reducido a una técnica de trabajo intelectual porque su intención era relacionar a las personas con la verdad (Dios) y no a hombres entre sí. Llull plantea así que en el diálogo de este “arte” no hay contrarios, ni siquiera las partes de una discusión, porque en realidad ambas están del mismo lado ya que con diferentes argumentos pero con un modo de pensar común, tratan de llegar a conocer a la otra parte, que es Dios. Entiende Llull que este “arte” no admite el cinismo y exige pureza de intención, honradez intelectual e interés verdadero en los sujetos, razón por la que ciertamente este “arte” no es para todos los públicos.
Llull llama a las Cruzadas porque estima que en la búsqueda de la verdad, la violencia puede ser necesaria, pero asegura que nunca es suficiente. Por lo tanto, los cristianos debían hacerse respetar en Jerusalén pero también debían limitar la intolerancia. En esta misma línea, Llull no percibía como doctrina oficial la actitud cristiana que castigaba con la pena de muerte el abandono de la fe. Ramón Llul sostuvo que la aceptación de tal práctica como doctrina era incompatible con el espíritu del cristianismo.

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