martes, 26 de enero de 2016

Cultura y Civilización Mesopotamica

Cultura y civilización mesopotámica.

Cronológicamente, la segunda de las grandes civilizaciones del mundo fue la que nació en el valle delimitado por los ríos Tigris y Eufrates, alrededor de las centurias comprendidas entre 3500 y 3000 años antes de Cristo.





La civilización mesopotámica fue muy diferente a la de Egipto. La cultura egipcia fue predominantemente ética y la mesopotámica fue legalista. Exceptuándose el reino intermedio, la interpretación de la vida por parte del egipcio se redujo  a una contemplativa resignación, relativamente libre de supersticiones; en oposición, la mesopotámica fue sombría, pesimista y esclavizada por mórbidos temores. El egipcio creía en la inmortalidad y se preparaba para una vida venidera; el mesopotámico vivía el momento presente y contemplaba con indiferencia la vida ultraterrena. Si el sentimiento místico y moral constituyó en Egipto el fundamento de las concepciones religiosas, los sumerios primero, y los babilonios después, concibieron el universo como surgido de la evolución de la materia.


Si Egipto concebía el mundo como realización de la conciencia divina, haciendo de las ideas puras las primeras realidades, los sumerios lo consideraban como producto de una evolución inherente a la materia, informada por el principio vital. La divinidad no es sino la fuerza que informa esta evolución, y los dioses, lo mismo que los hombres, obedecen a las leyes del universo. El idealismo egipcio asignaba como fin supremo de la existencia, la búsqueda de Dios y el retorno del alma a la divinidad de donde había emanado, lo cual le condujo a hacer de la moral, considerada como revelación divina, el principio regulador de la vida, tanto social como individual. El materialismo sumerio concibió la muerte como acabamiento de la conciencia humana, como reintegración al caos material, colocando el objetivo de la existencia terrena en las satisfacciones sensibles, se mantuvo fuera de las preocupaciones éticas y enteramente orientado hacia fines prácticos y hacia beneficios materiales, para cuyo alcance debía cimentar las bases de los principios del derecho comercial que Occidente heredaría siglos después.

Los iniciadores del desenvolvimiento de la civilización mesopotámica fueron los sumerios, de raza turania, quienes se asentaron en la parte baja del valle Tigres – Eufrates entre 3500 y 3000 años antes de Cristo, provenientes del Asia Central y disponiendo de una cultura con rasgos de las culturas indias arcaicas. Alrededor del año 2500 antes de la era cristiana, los sumerios fueron conquistados por Sargón, gobernante de un núcleo semita establecido en el valle de Akkad. Esto sería el preludio de la fundación del primer gran imperio semita del Asia Occidental. La muerte de Sargón inició una serie de motines que debilitaron al Estado, preparando el advenimiento de los guti, pueblo bárbaro del norte. Por último, hacia el año 2300 y bajo la dirección de la ciudad de Ur, los sumerios se rebelaron contra los guti y gobernaron Sumer y Akkad. El más famoso rey del nuevo estado fue Dungi, “rey de las cuatro regiones de la tierra”.




Sin embargo, el nuevo imperio sumerio no sobrevivió la muerte del rey Dungi. Fue anexado por los elamitas y conquistado hacia el año 2000 antes de Cristo por los amoritas provenientes del desierto de Arabia. Estos erigieron la ciudad de Babilonia como capital de su imperio, siendo conocidos en adelante como antiguos babilonios para distinguirlos de los nuevos babilonios o caldeos que mucho después ocuparon el valle. La ascensión de los antiguos babilonios inauguró la segunda fase de las civilizaciones del Tigris – Eufrates. Los babilonios establecieron un gobierno autocrático y, durante el reinado del rey Hammurabi, extendieron su dominación hacia el norte de Asiria, época tras la cual el imperio declinó paulatinamente, siendo al fin sojuzgado por los cassitas hacia el año 1700 antes de Cristo.

Con la caída de la antigua babilonia, el imperio entró en un período de involución por espacio de seiscientos años. Aunque introdujeron los caballos, los bárbaros cassitas no manifestaron el menor interés por las realizaciones culturales de sus vasallos. La antigua cultura se hubiera extinguido de no haber sido por otro pueblo semítico, los asirios, que unos tres mil años antes de Cristo, funda un reducido reino en la meseta de Azur, en el valle del Tigris. La ascensión de este pueblo marca la tercera fase de la evolución cultural mesopotámica. Alrededor del año 1300, los asirios comienzan a extenderse (Sargón II, Senaquerib y Asurbanipal) y llegan a apoderarse de los dominios cassita en Babilonia, y luego Siria, Fenicia, el reino de Israel y Egipto, resistiendo sólo el reino de Judea a causa de una peste que diezmó al ejército asirio.

Al decaer los asirios, se rebelan e imponen los kaldi o caldeos, cayendo incluso el reino de Judea bajo la energía de Nabucodonosor, siendo conducida su gente como prisioneros a Babilonia. Pero el imperio caldeo no sobrevive a su más grande emperador. En medio de confrontaciones entre el monarca y los sacerdotes, surgen los medos, nación tributaria de la frontera oriental. Así, en el año 539 a. C. cayó el imperio caldeo y fue conquistado por Ciro, el persa, “sin una batalla y sin pelea”, merced a la ayuda que prestaron los judíos y a conspiración de los sacerdotes de Babilonia, quienes entregaron la ciudad para vengarse del rey caldeo.

En tanto la ley sumeria se regía por el principio de “ojo por ojo, diente por diente, miembro por miembro”, éstos no constituyen una religión exaltada, no obstante ocupar ésta un importante lugar en sus vidas. La religión sumeria era politeísta y antropomórfica, donde cada dios podía hacer tanto el bien como el mal. El dualismo religioso que implicaba una separación entre divinidades representativas del bien y del mal no apareció en la civilización mesopotámica sino hasta mucho después. Creyeron en un cierto número de dioses y diosas, cada uno con personalidad diferenciada y dotados de atributos humanos. En el orden mesopotámico se produce la divinización de los monarcas, pues éstos se consideraban elegidos y protegidos de éstos y gobernaban en su nombre, convirtiéndose en objeto de adoración religiosa. El rey, que recibe su poder del dios creador Marduk, es el representante de la autoridad y de la ley entre los hombres. La ley del monarca es, pues, expresión de la ley universal. Por tanto, la autoridad real es, a la vez, divina y bienhechora.





En esta perspectiva, la religión sumeria era una creencia dirigida a este mundo, no ofreciendo esperanza para un mundo futuro. La vida ulterior era una mera existencia temporal en un triste y sombrío lugar, que más tarde sería denominado “Sheol”. Allí vagaban las almas de los difuntos por algún tiempo, para luego desaparecer. La victoria de la muerte era pues completa. Conforme a esta creencia, los sumerios no prestaron mayor atención a los cadáveres de los muertos; no preparaban mausoleos con anticipación ni practicaron la momificación. Los restos eran inhumados y depositados sin ataúd y con sólo algunos efectos personales. En este sentido, en el mundo sumerio, la espiritualidad y la ética no tenían relevancia. Los dioses no eran entidades espirituales, sino creaciones calcadas sobre el molde humano, que alentaban las debilidades y pasiones de los mortales. La religión no procuró bendiciones en forma de solaz, elevación del alma o unidad con el todo. Las obligaciones impuestas al hombre eran simplemente rituales.

La creencia mesopotámica afirma la existencia de una época caótica primitiva, que se imaginaron semejante a una masa líquida amorfa, de la cual se aislaron dos elementos iniciales que se convirtieron a través de sucesivas generaciones en entidades cada vez más organizadas. Dichos elementos, representados como dos seres monstruosos, fueron el Apsu u océano primordial y Tiamat o mar tumultuoso, de cuyo mezclado oleaje surgieron Mummu y dos serpientes sagradas, Lakhmu y Lakhamu, las cuales originaron a su vez a Anshar o “el horizonte celeste” y a Kishar o “el horizonte terrestre”. De esta pareja nacieron los grandes dioses y las demás divinidades que culminan en Marduk. De acuerdo a la tradición sumeria, los dioses no habían existido siempre, sino que tuvieron un comienzo que desembocó en la inmortalidad.

Así, en la creencia religiosa mesopotámica existe una diosa previa, Nammu, que equivale al agua primordial que es la gran matriz del ser, de la cual proceden los mismos dioses, si bien el dios supremo puede ordenar el destino jerárquico de los demás dioses. El panteón mesopotámico está constituido por dos tríadas que corresponden a la mitologización de las tres dimensiones más notables de la naturaleza cósmica y astral. La tríada cósmica estaba constituida por Anu (cielo), Enlil (atmósfera y tempestad) y Ea (agua). A esta tríada le sigue la tríada astral, mitologización de los tres astros más sobresalientes: Sin o Nanna que es la luna, Shamash o Utu que es el sol (dios de corte astral y naturalístico, titular de la verdad y la justicia, que impartía sin piedad contra los transgresores de la ley, pero era siempre misericordioso con los débiles y desgraciados), e Inanna o Ishtar que es Venus. A diferencia de Egipto, la tierra no es divinizada, puesto que es la plataforma que emerge del agua primordial, expresada por los dos hijos de Ea, que son Tiamat (aguas saladas oceánicas que amenazan con la vuelta al caos y la muerte) y Apsu (aguas dulces fecundantes).

Los sumerios consideraban el universo como un terreno reservado a los dioses, quienes desde las alturas dirigían al cosmos y mantenían en equilibrio las fuerzas que en él desplegaban. Sin embargo, los sumerios los concebían y representaban bajo formas humanas; hasta los más poderosos y sabios de estos dioses eran reducidos a escala humana en sus pensamientos y actos. Igual que los hombres, los dioses hacían sus proyectos y los realizaban. Los dioses comían y bebían; se casaban y criaban a sus familias; mantenían un numeroso servicio doméstico y se hallaban sujetos a todas las pasiones y debilidades propias de los humanos. Aunque en general preferían la verdad y la justicia, sus motivos no siempre quedan claros.





En el contexto del florecimiento de Babilonia a comienzos del segundo milenio antes de Cristo y en medio de un proceso de centralización política, los sacerdotes de los templos babilónicos constituyeron la supremacía del protector de la ciudad, llamado Marduk, y estructuraron una doctrina que podría llamarse monoteísta, en tanto aseguran la existencia del dios Marduk y que todos los restantes no son sino meras apariciones: Ninurta es el Marduk de la fuerza; Nergal es el Marduk de las batallas; Enlil es el Marduk del poder, etc..

Entonces, Marduk, dios de Babilonia, domina a los demás y es proclamado superior por todos los dioses; crea los cielos, la tierra y los astros. De su propia sustancia forma el hombre para que rinda culto a los dioses. Marduk es llamado “sabio entre los dioses”, “novillo del sol” o “hijo bueno”, quien recibiera sus cualidades mágicas de Asallukhi, primogénito de Ea, titular del Apsu. En himnos es proclamado como: “Imponente señor... supremo... eminente en los cielos... juez de los cielos... el dios de las gentes... que absuelve todo, dios de liberación... Tú apresuras el paso del rey del universo, a quien no se resiste... Acoge la imploración”.

Estaba también Ishtar o “señora y luminaria del cielo de magna fuerza”, titular del planeta Venus y diosa del amor, fertilidad y la guerra. A Ishtar se invocaba en himnos para solicitar: “Es a ti a quien suplico, cancela mi deuda, absuelve mi falta... acoge mi imploración, suéltame mis ataduras, devuélveme la libertad... Ordena y que a tu orden el dios irritado se reconcilie conmigo... Es mi señora quien es mi reina”. Los relatos sumerios consignan que Ishtar, también diosa de la sabiduría, tenía un “árbol de la vida” cuidado por una serpiente. Según esta creencia, es Ishtar quien enseña a Ninnah, diosa del nacimiento, a crear a los hombres con barro.

Tammuz, esposo de Ishtar, considerado por el mito como hijo de Apsu que es simbolizado como un toro fertilizante, era un dios de la vida, debiendo para ello debía pasar por la muerte, localizada en el ínfero o “tierra sin retorno”. Constituyendo un culto mistérico, Ishtar, la esposa de Tammuz, descendía del cielo a buscarlo, para ascender después junto a él, uniéndose, así, en un rito fecundante de amor que permitía el ciclo anual de las estaciones naturales, pasando de la muerte a la vida. Ese mito, conocido desde la época sumeria como Akitil, se celebraba siempre en el día de año nuevo. Tammuz es pues el dios que experimenta el sufrimiento, la muerte y la resurrección. Es más, se le humilla y golpea hasta sangrar y, estando encerrado en un pozo, se le revela una buena nueva de salvación para la humanidad.





Asimismo, conforme al antiguo culto popular agrario que veneraba a la gran madre, la diosa de la fecundidad (después conocida en Asia Menor como Ma, Rea o Cibeles), ésta tenía un consorte, el joven dios de la fecundidad llamado Attis. El mito enseña que Attis se había mutilado a sí mismo para escapar a la persecución amorosa de la diosa – madre y que había muerto bajo un roble (árbol sagrado). El dios fue luego resucitado por la diosa que lo amaba, de modo que la muerte y resurrección de Attis se celebraba en primavera. También Dumuzí, dios de la agricultura, muere y resucita en el proceso agrícola.

Asimismo, el mundo inferior era regido por Ereshkigal o princesa de la gran tierra, divinidad que registraba y juzgaba a cuantos arribaban a su reino infernal, junto con su pareja Nergal o furioso señor de la gran ciudad, rector del más allá o tierra de abajo y titular de la guerra, la destrucción y la muerte. Ambos gobernaban el reino de los muertos, en contraposición a Ishtar y Tammuz como divinidades de la vida y la fertilidad. El mensajero de Nergal fue Namtaru, demonio de la peste.
Luego los caldeos dieron origen a una religión astral. Los dioses fueron desposeídos de sus limitados atributos humanos, asumiendo la categoría de seres trascendentes y omnipotentes, identificados con los planetas mismos. Marduk llegó a ser Júpiter; Ishtar llega a ser Venus y así sucesivamente.

Aunque no se apartaron totalmente de los hombres, perdieron su condición de seres que podían ser lisonjeados, amenazados y presionados por la magia. Regían pues el mundo mecánicamente y, si bien sus intenciones inmediatas podían discernirse, sus fines últimos eran inescrutables. Esta concepción condujo al desarrollo de una actitud fatalista. Entonces, como las sendas divinas no era conocidas, todo cuanto el hombre podía hacer era resignarse a su destino. Al hombre sólo quedaba someterse a la voluntad de los dioses y fiar totalmente de ellos, en la vaga esperanza de resultados satisfactorios. Tal circunstancia incidió entonces en el despertar de una fuerte conciencia espiritual. Ante dioses lejanos, el hombre estaba hundido en la iniquidad y la vileza, siendo indigno de aproximarse a los dioses. Así, la idea de pecado, ya presente en las religiones asiria y babilonia, alcanzó alta intensidad. En los himnos de aquel tiempo, se consigna que el hombre era un prisionero languideciendo en la oscuridad, sintiéndose profundamente abatido.

Dado su concepto de destino, este orden cultural contó  con numerosas técnicas de predicción, cuya finalidad primordial radicaba en penetrar la voluntad de los dioses o mantener distantes a los demonios, causa de todos los males. La adivinación consistía en la lectura de determinados signos y la ejecución de complejos ritos en lugares apropiados, por parte de un sacerdote especialista, gracias a los cuales se podía deducir una norma de conducta individual o colectiva. Recurrieron pues a oráculos o revelaciones del porvenir que eran comunicados a los hombres por los propios dioses o los videntes. Se da importancia así a la evocación de los difuntos desde el más allá (nigromancia), sobre todo a la interpretación de los sueños tanto naturales como provocados. En este mismo contexto, hechiceros quemaban y enterraban imágenes con fines maléficos. La predicción sumeria, babilónica y asiria descansó por excelencia en la astrología.





Afirmaban que el universo todo era uno y sus manifestaciones eran armónicas y conexas. Si se lograba comprender sus movimientos, se podía penetrar en el secreto de la propia vida. Siendo que los astros son dioses que se revelan en los movimientos astrales, su estudio permitía deducir las leyes a que obedecen sus giros a objeto de presagiar, gracias a la interdependencia existente entre todos los seres, la suerte futura de los hombres y sus empresas. El movimiento de los astros era la escritura de los dioses, de modo que el cielo era una gran carta sobre la cual estaba escrito el destino. Leer los astros era averiguar aquello que iba a ocurrir en la tierra. Por tanto, mediante el horóscopo o lectura astrológica del nacimiento, creían en la influencia y el determinismo que los astros tenían sobre las personas y, en consecuencia, se podía predecir la vida de un sujeto. Fue esta interdependencia de los seres la que llevó a los babilonios a admitir que la existencia de cada hombre estaba determinada por un espíritu adjunto, y tal noción, trasplantada después al dominio de la mística, haría nacer la idea del ángel de la guarda. En la Mesopotamia, el análisis de los astros se hacía tanto bajo la perspectiva religiosa (astrología) como una científica (astronomía).

En las primeras épocas de Babilonia existieron mitos cosmogónicos fundamentales. En siete tablillas de arcilla se registra “Enuma elish” o poema de la creación, mito cosmogónico, texto religioso dogmático y manual de astrología que habla del comienzo del mundo, de los dioses y su lucha por crear el mundo. Según la versión sumeria, Nammu creó al hombre con la arcilla del Apsu (océano primordial), contando con la colaboración de la diosa Ninmakh y de Enki. El poema mítico expone el llamado de la diosa Nammu a Enki: “Oh, hijo mío, levántate de tu lecho… haz lo que es sensato, forma los servidores de los dioses, para que puedan producir sus dobles”. Ante tal requerimiento, Enki responde: “Oh, madre mía, la criatura cuyo nombre has pronunciado existe: Fija en ella la imagen de los dioses, amasa el corazón con la arcilla que está en la superficie del abismo… Tú, haz nacer los miembros… decide el destino del recién nacido, Ninmah fijará en él la imagen de los dioses: Es el hombre…”.

En otro texto mitológico se menciona que es el dios Ea quien crea al primer hombre, llamado “Adapa”, a quien le había sido dada la eternidad pero que por un error éste pierde la inmortalidad. Otra narración cuenta que el hombre brotó de la tierra, igual que las plantas; otra señala argumenta que los seres humanos  fueron creados a partir de la sangre de un dios mezclada con arcilla; y otra habla de la mezcla de la sangre de dos dioses artesanales inmolados para tal acontecimiento. Asimismo, la epopeya de la creación relata el triunfo mágico del dios Marduk sobre los dioses envidiosos y perversos que le dieron vida, la creación del mundo del cuerpo de uno de sus rivales muertos y, finalmente, para que los dioses fueran alimentados, el nacimiento del hombre, amasado con barro y sangre de dragón.

El poema mítico “El Ganado y el Grano” precisa que el dios del ganado, Lahar, y su hermana Ashnan, la diosa del grano, habían sido creados en la “sala de creación” de los dioses para que los anunnakis, hijos del gran dios An, pudiesen tener alimento. Se proclama entonces: “Cuando en la montaña del cielo y de la tierra, An hubo hecho nacer los annunakis… Porque Uttu no había nacido aún, porque la corona de vegetación no se había erguido aún… Como la humanidad en el momento de su creación, los anunnakis ignoraban aún el pan para nutrirse, ignoraban aún las ropas para vestirse… Es para que se ocupara de sus hermosas granjas, que el hombre recibió el soplo de la vida”. El poema mítico “Enki y Ninhursag” enseña sobre un país “puro… limpio… y brillante” donde no hay enfermedad ni muerte: “En Dilmun, el cuevo no da su graznido… el león no mata, el lobo no se apodera del cordero, desconocido es el perro salvaje… Aquél que tiene mal en los ojos no dice: “Tengo mal en los ojos”… La vieja no dice: “Soy una vieja”… El cantor no suelta ningún lamento…”.




En el mito cosmogónico del “Enuma elish” o poema de la creación realizada para glorificar a Marduk, dios civilizador, libertador y protector del hombre, titular de la magia, de la curación y fijador de los destinos, se le presenta luchando victoriosamente contra Tiamat, la fuerza caótica primigenia. Por otra parte, su esposa Zarpanitu o “brillante como la plata”, es presentada cual diosa madre que le da un hijo llamado Nabu, el “anunciador”, quién ejercerá como protector de cosechas y canales, llegando en esto incluso a superar el prestigio del padre.

Asimismo, el mito cosmogónico “Enuma elish”, el más antiguo poema épico conocido, relata el encuentro del héroe Gilgamesh con su antepasado Utnapishtimen, llamados “el límite del mundo” y tras las “aguas de la muerte” respectivamente. Este último cuenta a Gilgamesh que los dioses, recelando de los mortales, decidieron aniquilar la raza humana entera por medio de un terrible diluvio. Sin embargo, el dios Ea reveló el secreto a Utnapishtimen, uno de sus favoritos terrenales, instruyéndolo para que construyera un arca en la que debía embarcar a su familia y animales para salvar su vida y constituirse en semilla de la humanidad. Como la crecida de las aguas amenazó a los mismos dioses, al bajar las aguas, éstos decidieron no volver a cometer la ligereza de arriesgar la destrucción de la criatura humana. Si bien el ser humano fue puesto a salvo de la destrucción, a partir de entonces su vida siempre estuvo rodeado de una gran incertidumbre. Su visa estaba sujeta al destino (shimtu) decretado por los dioses, debiendo aceptar con sentimiento religioso su tiempo humano y las circunstancias de su vida, si bien podía implorar a la divinidad mediante plegarias, himnos, salmos, letanías y ceremonias por un destino benévolo. Finalmente, una serpiente arrebata a Gilgamesh la planta sagrada de la inmortalidad. La historia de Gilgamesh sería tan poderosa que Homero las recogería en “Odisea” y se agregarían a “Las mil y una noches” del Islam medieval.
Lo que sería el “Hades” griego y el “Sheol” de los hebreos, para los sumerios era el “Kur”, palabra que significaba montaña y país extranjero, pero que desde el punto de vista cósmico señalaba el espacio vacío que separa la corteza terrestre del mar primordial. Era a esta parte adonde iban todas las sombreas de los muertos, y no sólo la de los humanos. Sólo se podía llegar hasta allí atravesando el “río devorador del hombre”  a bordo de una barca conducida por el “hombre de la barca”. En esos infiernos, morada de los difuntos, se llevaba una vida similar con la de los vivos. Además, la creencia sumeria enseña la bajada de un rey a los infiernos. El gran monarca Ur-Nammu llega al Kur, y empieza por visitar a los siete dioses infernales, presentándose en el palacio de cada uno de ellos provisto de ofrendas con la pretensión de reconciliarse. Finamente llega a la residencia que los “sacerdotes” del Kur le han asignado, encontrándose como en su casa.  Gilgamesh, quien tras su muerte se ha transformado en “juez de los infiernos”, le inicia en las leyes y reglamentos de su nueva patria. Luego, tras transcurrir “siete días, diez días”, Ur-Nammu percibe el “plañido de Sumer” y se acuerda que la muralla de Ur no ha sido terminada ni consagrada a su esposa, terminando su gozo y comenzando a elevar una larga lamentación. Asimismo, en ciertas ocasiones, las sombras de los muertos podían reaparecer momentáneamente sobre la tierra.


Además, en la creencia sumeria también existe el mito del descenso de una deidad a los infiernos. En “La bajada de Inanna a los infiernos” se señala que Inanna, señora del cielo y “grande en las alturas”, desea acrecentar su poderío y procura reinar también en los infiernos, el “grande de los abismos”. Desciende pues al “país de irás y no volverás” y enfrentar a su hermana Ereshkigal, la reina de los infiernos. Tras sufrir la “mirada de muerte” de los jueces infernales y el dios Enki modelar dos entes asexuados, kurgarru y kalatarru, a los cuales confía el “alimento de la vida” y el “brebaje de la vida” para esparcirlo sobre el cadáver de Inanna y salvarla, ésta vuelve a la vida y logra zafar de los demonios, aunque sólo tras lograr que el dios – pastor Dumuzi ocupe su lugar y cumpla le ley jamás quebrantada puertas del “país de irás y no volverás”, consistente en que aquél que una vez haya franqueado las puertas del infierno no puede volver a la tierra más que si encuentra a alguien que ocupe su lugar en los infiernos.

Con todo, aunque precedido por Bilalama, Lipi-Ishtar y Ur – Namu (rey de Ur hacia el año 2050 a.C.) y sus códigos de leyes escritas más antiguos conocidos, Hammurabi, rey de Babilonia que gobernó entre los años 2400 y 2000 antes de Cristo y unificó el imperio babilónico (constituyéndolo desde el Mediterráneo hasta Susa y desde el Kurdistán hasta el Golfo Pérsico), sin más aparece en un bajo relieve de Susa recibiendo leyes del dios sol y cuyas inscripciones contenían el código de las leyes promulgadas por él (Código de Hammurabi), las cuales, ejercieron gran influjo en todos los sistemas legislativos del Oriente, incluyendo el de los israelitas. Sin perjuicio de que según el judaísmo la Torá oral precede a la Torá escrita y encuentra su origen en Adán, de un modo trascendente cabe observar que la misma tradición judía indica que Moisés recibe la revelación y tablas de la ley en el año 1234 antes de Cristo dada la actitud del pueblo judío.

Como se aprecia, los sumerios elaboraron la teoría del poder creador de la palabra divina. Los sumerios estructuraron un primer sistema de asambleas con dos cámaras (dos milenios antes que los griegos), tuvieron una farmacopea, almanaque agrícola y desarrollaron una intensa vida cultural, incluyendo un sistema escolar, diccionarios, bibliotecas, proverbios, adagios y fábulas. Los sumerios también construyeron el zigurat de Jarán, osado intento sumerio de subir al cielo, que presenta una construcción en espiral, después asociada a la Torre de Babel. Tishub, dios mesopotámico de la tormenta, tenía por atributos el hacha doble (después llevada a Creta y atribuida a Zeus) y el águila de dos cabezas, representación simbólica asumida más tarde por Bizancio y utilizada como emblema por las dinastías de los zares rusos.

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