Aunque existen restos de origen micénico hacia la segunda mitad del segundo milenio en Etruria, Umbria y el Lacio, y existiendo asentamientos urbanos en la región desde el siglo VIII a.C., Roma se convirtió en ciudad hacia aproximadamente el siglo VII a.C.. Así, antes de convertirse en dominadora, la que será la civilización romana, por una parte experimenta la influencia de la cultura etrusca y sus cultos, y, por otra, entre los siglos VIII y VII a.C., experimenta un proceso de helenización. La Magna Grecia importó al área itálica el panteón y la mitología de la madre patria, con la que nunca dejaron de estar en contacto. De esta forma, los etruscos tomaron divinidades como Maris (Marte), Nethuns (Neptuno), Menerva (Minerva), Satre (Saturno) y Uni (Juno), siendo las divinidades etruscas sometidas a la interpretación griega. No obstante, una parte del panteón etrusco conservó rasgos originarios y, aunque el culto se helenizó, siguió la elaboración de los auspicios.
Con el aumento del poder de Roma en Italia y su posterior expansión a otras tierras, la religión romana experimentó un cambio importante al entrar en contacto con las creencias de otras culturas. Se adoptó la mitología griega y muchos dioses romanos se identificaron con deidades helénicas. Así se crearon federaciones paralelas de dioses, una latina y otra griega, con nombres diferentes para las mismas deidades. Así, por ejemplo, el Júpiter romano se identificaba con Zeus. Los cultos restantes reflejaban tanto el culto tradicional de Roma como los elementos importados de Grecia. También se incorporaron al panteón romano dioses griegos sin equivalente latino, como el caso de Apolo, del mismo modo como que algunos dioses romanos, como Jano, no encontraron ninguna correspondencia. Las creencias y los ritos agrarios ocuparon un lugar destacado en la religión romana, siempre en relación con la fertilidad.
Los romanos fomentaron el culto público, pues creían que la benevolencia de los dioses producía el bienestar del Estado. En este contexto, los administradores reconocieron la importancia de que Roma asimilase los cultos locales, a fin de que las tradiciones diferentes no generasen malestar y levantamientos. Roma se apropiaba de los dioses “extranjeros” a través de la “evocatio”, fórmula ritual de origen antiquísimo pues ya empleada por los hititas. El comandante debía pronunciarla ante la ciudad enemiga para invitar a los dioses a abandonarla y dirigirse, propicios, a Roma, donde recibirían mayores honores. En los casos en que esto no era posible, se establecían fórmulas legales para garantizar que religiones encajasen en el marco imperial.
En este escenario se inserta la Roma que elaboraba su propia civilización y su propio sistema religioso, adaptado a sus propias necesidades y difundidos más tarde por las ciudades conquistadas. Asimismo, la constitución de un imperio formal conllevó nuevos cambios religiosos pues, por su extensión (desde el Atlántico al mar Negro), se hacía necesaria una cultura y religión unificadora que estableciese vínculos entre los pueblos. En este sentido, el culto al emperador era tanto un acto de lealtad política como una declaración de creencia en la autoridad religiosa de Roma.
Aunque sometida a continuos impulsos innovadores a causa de la asimilación de divinidades extranjeras, que entre los siglos II y II a.C. tuvo caracterizaciones antropomórficas, Roma presentaba al mismo tiempo una religión conservadora que se manifestaba en una constante apelación a la costumbre de los antepasados. La mayoría de las deidades romanas eran abstractas y la acción era lo que definía su divinidad. Su culto se organizaba en torno a un año litúrgico solar, estrechamente relacionado con el ciclo agrícola y equipos de sacerdotes (flamines) que oficiaban las ceremonias y ofrecían sacrificios.
La religión de los hogares presentaba paralelismos con la de la comunidad y algunas casas tenían santuario. Entonces, junto a estos dioses personales, la religión romana contaba con colectivos de seres extrahumanos, como los lares, los penates y los manes. Estos últimos, reconocidos ya como dioses desde el siglo V a.C. e invocados solamente en plural, constituían un colectivo de culto con el que se identificaba el espíritu de los difuntos, especie de divinidad de la condición de muerte. En los últimos tiempos de la república, estas divinidades cambian y se convierten en una especie de doble del difunto, al que acaban sustituyendo. Por su parte, los lares, aunque no eran considerados dioses, eran invocados en plural, mientras que con el singular se designaba exclusivamente al “Lar familiares”, el lar que debía tutelar a toda la familia, entendida como un conjunto de hombres libres y de siervos, y también como espacio físico territorialmente definido. Los penates son los dioses soberanos del corazón de la casa, centro teórico e ideológico de la existencia de los romanos, que se identificaba con el hogar. Se encargaban de la tutela de los grupos familiares, más que del territorio que ocupaban, regido por los lares, y estaban incluidos en la herencia del “pater familias”; su posesión garantizaba la descendencia y el estatus social. Existió también la categoría de numen, sistema divino de voluntades con personalidad definida.
A diferencia de la religión griega, Roma carecía de una mitología. Los relatos míticos dedicados a dioses y héroes son el resultado de la helenización y se refieren a divinidades afines a las griegas. Así, en el patrimonio tradicional romano más o menos fantástica, sus protagonistas son personajes que pasan a formar parte de la historia. De esta forma, si el patrimonio mítico de Roma distinguía tres clases de teología, una mítica que correspondía a los poetas, una física que de la que se ocupaban los filósofos, y una cívica o política, que determinaba el papel de los ciudadanos y de los sacerdotes en el Estado, era esta última la que determinaba los dioses que había que venerar y las formas de culto más beneficiosa para el Estado.
En este mismo sentido, ante la ausencia de mitología, Roma exaltó el rito o actuación exacta y correcta según un modelo tradicional rigurosamente establecido (mito es término griego, rito es término latino de origen), no existiendo, al menos en la religión oficial, la mística o intento de entrar en relación íntima con la divinidad. Al estar la cultura romana orientada hacia la acción humana en la historia, el rito fue privilegiado y expresado en una gramática simbólica. Se creó pues en Roma un sistema ritual controlado por un complejo cuerpo sacerdotal público, a cuyo frente se colocaba el colegio de los pontífices, del cual formaban parte el rey sacral (rex sacrorum), el “pontifex maximus”, quince flámines y seis vestales. El colegio pontificial sólo proporcionaba las coordenadas de la acción ritual. Había cuerpos encargados de ejecutarla y otros que aseguraban el mantenimiento del rito. Al frente del colegio estaba el “pontifex maximus”, cuyo cargo era vitalicio y estaba subordinado al “rex sacrorum”.
Orientada en su sentido histórico, Roma excluyó de su horizonte cualquier previsión del futuro, pero, en cambio, impulsó la necesidad de sondear la voluntad divina, especialmente de Júpiter, que regía el presente histórico y ritual. Se creó pues un colegio de augures, desvinculados de la autoridad del pontífice, que elaboraron una técnica adivinatoria específica, la disciplina augural. No se trataba tanto de una predicción de futuro como de una autorización para actuar. Ciertamente también se practicó la nigromancia aunque la magia no alcanzó a penetrar el culto oficial. Severamente respetuoso con sus dioses, el romano confiaba en ellos para los casos necesarios de su vida, razón por la que no recurrió sistemáticamente a la magia.
La gran importancia de los ritos y el control de la tradición desembocó en la elaboración del calendario, el cual, con sus fiestas (feriae, festivos) distribuidas a lo largo del año y territorialmente, confiere sentido al tiempo y era competencia del colegio pontificial. La organización del tiempo y del espacio en sentido sacral es expresión simbólica y sintética de Roma.
En un comienzo los romanos no tuvieron imágenes de sus dioses, tampoco estatuas ni ídolos, y en ello se manifiesta el carácter razonador, exenta de toda emoción o poesía, de la religión romana. Como símbolos materiales de las distintas divinidades servían diversos objetos: Marte era simbolizado por la lanza, Júpiter por una piedra, el símbolo de Vesta era el fuego sagrado. Más tarde, a imitación de los griegos, comenzaron a erigirse estatuas, pero sin perderse las antiguas prácticas, sobre todo en las zonas rurales. En los primeros tiempos tampoco existían verdaderos templos. Al comienzo el “templum” romano era sólo un lugar cercado, destinado a las adivinaciones, sobre todo para observar el cielo, proviniendo de allí el verbo latino “contemplari”, observar. Más tarde, nuevamente imitando a los griegos, los romanos comenzaron a construir templos santuarios para los dioses, aunque se diferenciaron de los griegos pues presentaban un pórtico abierto, destinado a contemplar el cielo.
Respecto del destino de las almas de los muertos, los romanos creían en un reino subterráneo, semejante al Hades griego. Pero también existía la fe en el Elíseo o campo de los bienaventurados, morada de las almas bienhechoras. Al mismo tiempo se conservó un concepto más antiguo, según el cual la sombra del muerto no se desvincula del cuerpo. Los romanos procuraban construir los sepulcros cerca de los caminos ya que los muertos mantenían relaciones con los vivos, debiendo éstos recordarlos de palabra y llevándoles alimento a los difuntos. Las almas que tenían familiares, llamadas larvas y lémures, eran consideradas malas ya que no había quien las alimentara, requiriendo ritos especiales: lemurias. Las imágenes de los muertos eran conservadas desde muy antiguo a través de mascarillas mortuorias o de bustos conservados en cada familia, costumbre de origen etrusco.
Con todo, antes del cristianismo, en todo el Imperio Romano se propagaron religiones orientales, correspondientes a cultos mistéricos que ofrecían exóticas liturgias y prometían favores especiales a sus iniciados. Surgieron los cultos a Cibeles, Mitra y Sabazio, entre otros. Estos estaban saturados de misticismo e ideas sobre la recompensa en un más allá. Aportaban la seguridad de que una bienaventurada inmortalidad sería la recompensa de la piedad y consideraban misteriosos medios de purificación por los cuales se pretendían borrar las impurezas del alma. Enseñaban que las almas podían readquirir la perdida pureza a través de ceremonias rituales, mortificaciones y penitencias, incluso por el hecho de lavarse con agua consagrada según formas prescritas. Tales ritos eran una limpieza del cuerpo que obraba como forma de desinfección espiritual, incluyendo el beber o ser rociado con sangre de animal sacrificado, principio vivificante capaz de comunicar una existencia nueva, capaz de hacer renacer a una vida inmaculada e incorruptible. Sería en este contexto que penetraron el judaísmo y el cristianismo.
El culto mistérico de Mitra, celebrado ya en el antiguo hinduismo védico y que pasa al mundo persa, resistiéndose a ser suprimido por la reforma de Zarathustra, se proyecta a Frigia y celebrará en Roma, sobreviviendo al mismo cristianismo hasta el siglo V. Se trata de un mito cruento donde, si bien el protagonista divino, Mitra, no es quien muere y resucita, él es un mediador que sacrifica al toro sagrado y, gracias a este sacrificio, vuelve la vida sobre la tierra. El mito frigio identifica a Mitra como un personaje divino nacido de la bóveda celeste, de cuyo nacimiento sólo fueron testigo unos pastores. Mitra enfrenta primero al poder del sol, venciendo al occidente o lugar de los muertos, siendo asociado al carro solar luminoso que nace por el oriente. Luego enfrenta al toro, símbolo primigenio de la fecundidad. Una vez que lo hubo dominado, lo cargó sobre sus hombros llevándolo penosamente hacia una cueva. Ese esfuerzo penoso constituye el “tránsitus” o la pasión de Mitra. Aunque logra escapar de la cueva, el toro termina siendo sacrificado por Mitra, emergiendo de su cuerpo plantas, de su cola granos de trigo y su sangre se convirtió en el vino utilizado en la celebración histérica de los “mitraicums”, a pesar de que una serpiente lamía su sangre intentando impedir, en vano, su fecundidad. Después de esto, y tras una última comida con sus compañeros, Mitra ascendió al cielo, como Sol Invictus, coincidiendo con la constelación de Tauro. Retomando un antiguo tema escatológico persa, al final de los tiempos un nuevo toro sagrado aparecerá sobre la tierra y Mitra descenderá nuevamente del cielo como mediador, para sacrificarlo y, mezclando su sangre con vino, le dará a beber a los hombres en un banquete ritual, concediéndoles de este modo la inmortalidad. Mitra será así el conductor divino de las almas hacia su morada definitiva en los campos Elíseos situado más allá de los planetas y las estrellas fijas.
El culto de Isis, Osiris y Horus se proyectó más allá de Egipto como religión de salvación abierta a todos, sin distinción de sexo, nación o clase social. Influyó fuertemente en la sociedad greco-romana antes que surgiese el cristianismo. Entre el 59 y 48 a. C. su propagación llegó a preocupar tanto a las autoridades romanas que el Senado ordenó su represión con la máxima severidad.
En Roma también se desarrollaron formas de everismo (Evemero, Historia sagrada) o forma racionalista de interpretación de los hechos religiosos y relatos míticos, sobre todo en los círculos cultos. Según esta interpretación, los mitos adquirían sólo sentido alegórico pues los dioses no serían sino antiguos hombres destacados por los beneficios otorgados a sus semejantes y divinizados después de su muerte. En esta perspectiva, hasta surgió una vertiente propiamente materialista que negó la existencia de los dioses y denunció el daño que causaba la religión. Plinio el viejo (23 – 79), negando la existencia de los dioses tradicionales, reconoció como divinidad al sol, al que consideró el centro del universo.
Fue siguiendo a Demócrito y admirando a la naturaleza que el poeta Lucrecio llega a sostener que la razón puede curar todos los males de la humanidad. El “triunfo de la razón” rescatará a una humanidad desgraciada y la liberará de la esclavitud de sus supersticiones, siendo esta creencia el alma de la vida. Aseverará que no debe creerse lo que cuentan los mitos sobre los infiernos: el infierno está aquí en la tierra.
Con todo, el poeta Virgilio canta la vida pastoril al modo de Teócrito. Muestra a una generación de ciudadanos en excesos refinados y un mundo natural y candoroso, donde éstos pueden reposar cuando se sientan abrumados por el vértigo humano. De hecho, Virgilio escribía sus idilios pastoriles mientras las sangrientas batallas de Filipos decidían los destinos del mundo. “Las Bucólicas” ofrecen pues el anhelado descanso en una época turbulenta. Específicamente influido por el mundo heleno, en el poema IV, el poeta predice el advenimiento de una edad de oro que sucederá a las guerras civiles, época que ofrecerá a los hombres cosechas doradas, sin necesidad de simientes; las parras darán racimos sin necesidad de podarlas, “los rebaños no temerán las fueras, morirán las serpientes y la miel destilará como rocío en los troncos de las encinas”. Así, Virgilio anticipa una paz anunciada por el nacimiento de un niño que reinará como dios en un mundo feliz. Los primeros cristianos creyeron ver en este poema la primera luz estelar que guió a los magos de Oriente a Belén. La religión romana prolongó su existencia hasta el triunfo del cristianismo en el siglo IV.
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